domingo, 26 de junio de 2011

Aquí huele muy feo/cuento corto.

Creo que entramos como doscientas personas, algunos niños pequeños y sus mamás, pero habemos más hombres, siempre es así en estos casos.

Está oscuro y sin ventilación alguna. Nos sofocamos y los que padecen claustrofobia empiezan a gemir y a gritar desesperados. No podemos movernos, nuestros cuerpos están pegados unos a otros, empapados de sudor, podemos escuchar la respiración del de al lado.

Llevamos varias horas aquí, y no sabemos cuántas más nos faltan todavía por soportar este infierno.

Algunos sueltas gases de sus estómagos, otros se mean y otros se cagan por necesidad; la pestilencia es insoportable. Algunas mujeres piden clemencia y alimentos para sus hijos chiquitos, nadie responde. Solo se alcanzan a escuchar los jadeos de muchos que se están asfixiando por la falta de ventilación.

Gritar o protestar no tiene sentido, nadie escucha esos reclamos justos.

Con el cuerpo chorreando sudor y a punto del desmayo, alcanzo a detenerme en el hombro de un joven desmayado pero que es imposible que toque el suelo, hay demasiada gente apretujada ahí.

Lo que no soporto más son los lamentos y los llantos desconsolados de los niños y de sus cuidadoras. Pido a Dios que este tormento termine lo más pronto posible, ya llegué al límite de mis fuerzas, empiezo a sentir vértigo y deseos de vomitar lo poco que comí hace ya siete horas.

La pestilencia que despiden los cuerpos es cada vez más fuerte y nauseabunda.

Solo pienso en que aquí huele muy feo, no es que sea alguien quisquilloso con eso de los pedos y las cagadas, pero esto es innimaginable, supera cualquier experiencia anterior.

En esta oscuridad nada se distingue a pocos centímetros de la nariz. Los pies se me hincharon demasiado por el esfuerzo de mantenerme parado más de ocho horas.

Una ráfaga de luz nos hiere los ojos a todos. Se abrió abruptamente la puerta, y se escuchan otras voces distantes. Nos ordenan: "Salgan, con una chingada." Veo a mi alrededor varios cuerpos tirados, inertes; los brincamos o los pisoteamos a la salida apresurada de todos.

Esa muchedumbre apretujada sólo queríamos respirar y ver la luz del día.

Rodeados por militares y policías, vino el recuento de los daños: Total de individuos, doscientos cincuenta: hombres ciento noventa y nueve, mujeres cuarenta y el resto niños menores de diez años.

Muertos: veintidos.

Las risas nerviosas y los llantos incontenibles de casi todos, nos mostraba la cara amable de la tragedia vivida en un transporte de carga que iba rumbo a los Estados Unidos.

El sueño se convirtió en una pesadilla; pero la mayoría nos pusimos de acuerdo para volver a intentarlo una vez más. Y, ¿por qué, no?





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