domingo, 19 de junio de 2011

Czeslaw Milosz, un siglo.

Los míos

En el centenario de Czeslaw Milosz (Lituania, 30 de junio de 1911), presentamos el testimonio del fundador de Le Nouvel Observateur, quien lo incluye en la selecta galería de su reciente libro, del que también tomamos sus recuerdos de André Malraux y Jacques Derrida, otros de los amigos que lo han acompañado en su larga y extraordinaria vida.

El siglo XX esperó al siglo XXI para ser decapitado. Los príncipes se van uno por uno y a menudo en agosto, sin hacer ruido. En todo caso, la preocupación de la posteridad no atañe desde hace tiempo al carácter rugoso y salvaje de Czesław Miłosz, nacido en 1911 en Lituania, y del que sólo se sabe que en 1980 obtuvo el premio Nobel de Literatura porque fue un gran poeta, un gran polaco o uno de los visionarios más eficazmente inspirados en la denuncia del totalitarismo.

Recuerdo un día muy caluroso en un café de Les Halles cuando se confió a mí en una suerte de mal humor cordial: ¡Francia! ¡Comencemos por Francia! No fueron los franceses quienes le dieron el premio Nobel por su talento como poeta: “Le debo el premio Nobel a Estados Unidos y a la poesía. Francia tiene un problema con la poesía, sobre todo con la de los otros. ¡Cuando se piensa que fue necesario esperar a Baudelaire y Saint-John Perse para juzgar como desecantes las reglas clásicas impuestas por la Pléiade! Reglas que asfixiaron la inspiración poética por siglos y a decir verdad hasta Blaise Cendrars y Apollinaire. Hay que recordar que Estados Unidos había sabido acoger ya, como lo hicieron conmigo, a quien se convertiría en el más grande poeta ruso de nuestros días: Joseph Brodsky. Fueron más sensibles a lo que más hay de europeo en él”.

Nuestro Miłosz, el autor de esa obra maestra, El pensamiento cautivo, guardó por mucho tiempo cierta amargura hacia Francia por la forma en la que fue tratado aquí. Por los consejos de su pariente, el poeta polaco nacionalizado francés Oscar Vladislas de Lubicz Miłosz, había creído posible hacer una verdadera entrada en el París de la liberación. Es en esta época que decide, sin la menor inquietud desde el exterior, romper con su oficio de diplomático y su país de origen.

En París hay muchos exiliados de países del Este que no siempre inspiran confianza. “No se puede hacer nada bajo los comunistas, pero sin ellos tampoco se puede hacer algo”, decreta Jean-Paul Sartre, para quien los anticomunistas son todos unos perros.

El único que verdaderamente acoge a Miłosz es Albert Camus. Ambos resienten lo mismo hacia las autoridades intelectuales comunistas. Más tarde, entre El hombre rebelde y El pensamiento cautivo, se descubrirán varios puntos de sensibilidad en común. A esto se añade un descubrimiento que deslumbró a Miłosz. Es Camus quien toma la iniciativa de publicar todas las obras póstumas de la por ambos admirada Simone Weil. Ahora bien, ya Miłosz ha decidido traducir a la autora de Echar raíces al polaco. Para él, Francia es el país que hubiera podido generar con Simone Weil “un inmenso ser-acontecimiento en la historia del mundo y de las ideas”.

Luego de la comida en Les Halles, Miłosz se pone prolijo y excitado con la idea de hablar sobre Simone Weil. Me hace saber algo que, yo creo, aún se ignora. Había decidido traducir un libro de Raymond Aron, quien también lo había recibido bien en París. Pero, en pleno trabajo, decidió dejarlo al descubrir que no estaba suficientemente de acuerdo con el libro que traducía, y que su universo era decididamente más próximo al de Camus y al de Simone Weil que al de Aron.

Al momento de partir, este poeta de porte imperial tiene, me parece, los ojos húmedos. Hace poco se ha enterado que la primera cosa que Camus hizo a su regreso de recibir el premio Nobel, fue ir a prosternarse ante la tumba de Simone Weil. Prodigiosa anécdota para terminar. Están en París y son jóvenes. Aún no se atreven a pensar que son hombres de genio. No son reconocidos. Por ello sufren. Reniegan del estalinismo. Eso les costará. Se reúnen. Camus, Miłosz y Octavio Paz pasan algunas veladas juntos. Tiempo después, mucho tiempo, los tres habrán ganado el Nobel…

Personalmente, y entre muchas otras cosas, debo a Miłosz el hecho de haber comprendido la importancia real de la confesión en la disciplina totalitaria. Uno se preguntaba por qué en los procesos de Moscú, Budapest, Praga y otros lugares, los procuradores se empeñaban tanto en que los acusados admitieran faltas que no habían cometido. Porque sobre todo les era indispensable persuadir a los acusados y al mundo entero que de una u otra manera tenían cierta culpabilidad. Es Miłosz el primero en mostrar que, para que esta mentira se vuelva verdad, era forzoso que fuera confirmada con notoriedad por las propias víctimas. Es la confesión del acusado la que sacraliza la autoridad del tirano. “Miłosz hundió la mirada en los relámpagos de la tormenta, vio la Gorgona de nuestro tiempo.” (Gombrowicz.)◘

ANDRÉ MALRAUX:
viaje al fondo de la vida

Todo lo que un adolescente puede soñar con hacer de grande en su vida, Malraux le da la imagen, el camino y la flama. Este fulgor encontrará un hombre e, inclusive, al principio, un hombre joven para encarnarlo. Tenía el rostro delicado e inspirado. Todas las preguntas que nos han obsesionado, desde la revolución e incluida la desesperanza, es Malraux quien las ha formulado. ¡Y con qué irrefutable ascendente! Evitaba responder esas preguntas. Esto no hubiera interesado más que a pocas personas, y ello dividiría hoy a todo el mundo. Pero él las esgrimía, las amasaba, las asestaba hasta que todas hicieran una, la única que importa: ¿qué hacer con la muerte? Con él, no hay reposo. No hay tregua. La vida sólo podía ser intensa; la acción, heroica; la búsqueda, perdida. El romanticismo del fulgor.

La historia no conservará nada de la manera en la que los adolescentes convirtieron en burla a este ídolo, reducido en los últimos tres años de su vida a no ser más que un viejo que vaticina en todas las pantallas, con el rostro abotargado, recorrido por tics y con un hipo incesante. Imposible pensar que había en él este “clown fanfarrón mezclado con impostor tartamudo”. En todo caso, mientras que observamos alejarse de él a los adolescentes guasones, entre largos refunfuños y penosos borborigmos el escritor inspirado llegaba a hacer pasar algunos fragmentos fulgurantes al interior de una visión siempre y maravillosamente apocalíptica.

¿Equivocó Malraux en parte, y sobre todo por la televisión, la última etapa de su vejez? No es imposible, ¡pero qué importa! Él, que había decidido no verse vivir, no supo verse envejecer. Detestó su juventud, aunque él fuera sublime. Negó los años del declive. La enfermedad lo orilló a hablar de su muerte como de un tránsito, en tanto que solía hablar de la de los otros como de un fenómeno; ya que debió presenciar su fin y no el fin de un mundo o de una civilización, me parece que se refugió en una vejez que los jóvenes juzgan como una “confesión”.

Con la propensión que un pesimismo decoroso nos condene a padecer, es un prodigio ver cómo una comunidad nacional, lo mejor de ésta, puede reconocerse en uno de los suyos. No es la nostalgia de un confort. Es el recuerdo de una gran exigencia. Lo que los franceses, donde quiera que estén, se empeñan en encontrar en este duelo, puede ser también la fuerza de que disponen para soñar, y que detentan para batirse. Es la ambición utópica y delirante de cumplir hasta lo último el viaje al fondo de la vida. La de ellos y la de los otros, la vida presente y aquella escondida en el siglo de las obras, la vida que no tiene sentido y la de los hombres que se le dan. Para comprender la visión del siglo XX, hay que leer o escuchar a Malraux. Es simple: no podría sentirme a gusto con alguien a quien dejaran indiferente algunas páginas de La condición humana o ciertos pasajes de las oraciones fúnebres de Jean Moulin o de Georges Braque.

¿Y quién hoy, incluso entre los más jóvenes, sobre todo entre ellos, negaría reconocerse en este joven héroe romántico quien, a los veintiún años, declara, no con desencantamiento sino para informar, que necesita pasar a otra cosa luego de entregarse al erotismo y a la droga? Un aventurero que saquea un museo Khmer a los veintiséis años y que decide, a los veintisiete, que la aventura no puede disociarse de la revolución, y apoyará la causa de los comunistas chinos.

Por donde quiera que pasa, y pasa por todas partes, transporta con él las mismas cuestiones de la acción y del conocimiento, del arte y de la muerte. Ávido de experiencias, impaciente por probar todo, desesperado por la idea de que algo se le pueda escapar, lleva una vida como si tuviera el tiempo contado y fuera a morir pronto. Nada hay sin embargo del típico adicto. Experimenta; no se pierde. No busca el éxtasis sino la exaltación.

“Todo hombre sueña con ser múltiple, es decir sueña con ser Dios”. En esta frase suya, escrita a los veintitrés años, está todo Camus y casi todo Sartre. Es la ambición prometeica por excelencia. Interrogado sobre su héroe favorito, el joven Karl Marx responde sin dudarlo: Prometeo. Es decir el primer hombre, legendario o no, que intentó robar a los dioses su secreto. Y que por ello fue castigado salvajemente. Pero Malraux no quiere, como Marx, transformar el mundo sino comprenderlo. Malraux actúa para conocer y para descubrir que eso no sirve de nada. Es Prometeo más Sísisfo.

Con la edad, dice el filósofo Jean Grenier, uno de los primeros amigos de Malraux, el muro no aparece menos como un obstáculo a franquear que como una superficie a descifrar. Esta serenidad resignada nunca habitó a Malraux. Pero, si debiéramos retomar la imagen de Grenier, se podría imaginar a Malraux alternando el desciframiento y la escalada, alcanzando, al precio de mil esfuerzos, la cima de la muralla y descubriendo luego de esta cima lo “absurdo floreciente” de la acción indispensable. No es Sísifo contento. Es un Sísifo patético, y que cambia cada vez de roca. ¿Toca todo? Sin duda. Pero todo lo que tocaba lo quemaba. Lo contrario de Cocteau. ¿Aficionado? Más bien especialista en todo. O, según las palabras de Blanchot, especialista del destino.

Es necesario que todo esto nos sea esencial para que la desaparición de este inquisidor obcecado nos deje tal vacío. Una vez que diseminó por doquier sus preguntas, terminó por hacernos creer que el terreno abandonado por el judeo-cristianismo y por un marxismo vuelto modesto estaba de nuevo ocupado. Puede ser que no fueran preguntas de filósofo. Malraux, sin decirlo expresamente, definió al hombre por el riesgo.

Sólo el hombre sabe lo que arriesga, porque, solo, se sabe mortal. El hombre no es el junco pensante más débil de la naturaleza: es el ser que actúa de forma más atormentada en todo el cosmos. Sabe que debe morir, y mientras tanto necesita actuar. Y no comprende por qué. Filosofar ¿es aprender a morir? Esta almohada de Montaigne, más blanda aún que la duda, no le conviene a Malraux. Para aprender a morir, hay que vivir con la muerte. Como los españoles y los indios. Ir hasta el fondo de la vida para encontrar la muerte y para verificar lo que puede sobrevivir.

“La única respuesta a la muerte es el arte”, dice hacia el final de su existencia. Pero no solamente y en lo sucesivo el arte vivido en la contemplación de los museos como un guía de huéspedes ilustres del general de Gaulle. No el arte padecido sino el arte actuado. ¿Pero en qué consiste la acción? Está en la palabra inspirada, en el mensaje tembloroso acompañado de gestos parkinsonianos. Más que hablar del arte, Malraux habría preferido ser Miguel Ángel o Shakespeare. Sin ser ni el uno ni el otro, se afana por ser los dos esculpiéndolos a su imagen. Gran novelista, dejó de escribir. Por no creer decidió transmitir. Él no es un discurso, una meditación, una improvisación que no revela en sí el medio, el intermediario, el transmisor, y a veces el profeta. Sólo está a gusto en las cimas.

Pero sus oyentes, que se convertirán en sus lectores, tropiezan. No se atreven siempre a decírselo. Frente a los ejemplos brillantes y los reproches inesperados de las civilizaciones enterradas, frente a sus vaticinios enciclopédicos y herméticos, reculan, y pronto se desvían. Más tarde en el dominio del arte, se descubre en él no sólo las insuficiencias logomáquicas sino a veces la incompetencia. ¿Qué hace que sin embargo, lo que él revela o anuncia siempre concierna, atrape, interese al más humilde de nosotros? Nuestra complicidad con él es la de lo trágico.

Y es, a mi parecer, el personaje trágico, instrumento del destino, lo que le atrajo en de Gaulle. El lado Antígona del 18 de junio. El lado Esquilo del hombre perseguido por fuerzas oscuras. Nunca vi a Malraux tan sereno como cuando de Gaulle escapaba a un atentado durante la guerra de Argelia. Y no solamente, claro, porque había escapado sino porque, a sus ojos, el atentado magnificaba cada vez más a la víctima. Explicó sin duda que, gracias a de Gaulle, veía pasar por Francia esta síntesis privilegiada de todas las civilizaciones que él mismo había tratado de elaborar en su obra y en su vida. Esta retórica barresiana viene bien hoy día para seducir el nacionalismo receloso de los que se descubren gaullistas tardíos. Tampoco oculta una realidad evidente: la coincidencia para Malraux entre el trágico gaulliano y una experiencia del poder sin la cuál el viaje crispado al fondo de la vida no habría podido ser tan suntuosamente vivido.◘

JACQUES DERRIDA
en Nueva York

Un día de Kippour (la fiesta judía del Gran Perdón), en octubre de 1995, Annie Cohen-Solal nos invitó, a Jaques Derrida y a mí, a hacer una exposición sobre nuestras “respectivas alienaciones” en la Universidad de Nueva York, donde ella era profesora. Ese día, no había prácticamente estudiantes blancos en el anfiteatro. Anni estaba, como de costumbre, erudita y encendida. Yo me sentía feliz de poder compartir mesa con Derrida en esta ciudad donde su prestigio ya era grande. No lo había visto muchas veces. Una ocasión fue a mi casa y su necesidad de calma y simplicidad me conquistaron.

El curso empezó y Derrida quiso que primero hablara yo. Me atreví a decir, con el riesgo de decepcionar a mi joven audiencia, que yo no me sentía alienado. Tal vez mis abuelos sí habían tenido este sentimiento. Yo, me encontraba más bien a gusto en mi identidad francesa. Annie insistió sobre ello mediante preguntas de sociología lacaniana. Pero nada. Yo no iba a entrar en el juego.

Jacques Derrida, en cambio, vaya que habló. Para él las cosas habían sido menos simples. Para empezar, tenía diez años menos que yo y desde muy joven había padecido las leyes antisemitas de Vichy: un día ya no lo dejaron entrar a la escuela, es decir, al sitio donde se aprende, en francés, literatura e historia de Francia. Y Derrida se puso a hablar de la lengua de una manera particularmente emotiva si se piensa que más tarde dejaría huella en la lengua francesa.

Dijo que el francés era su lengua materna y que, hasta los quince años, era la única que conocía. Pero agregó que al mismo tiempo, en tanto se afanaba por encontrar la palabra más adaptada o la más rara, le parecía que había en él una lengua escondida y secreta que se escondía tras las únicas palabras que conocía. Como si en una vida anterior hubiera practicado una lengua íntima y soberana que daba cuenta de todo y que había desaparecido. Como si, en cierto sentido, fuera a veces para él una música ajena que le recordaba otra melodía hablada que la hubiese precedido. Era sólo en este sentido que aceptaba sentirse alienado.

Anni Cohen-Solal le propuso la explicación según la cuál eran necesarias varias generaciones para apropiarse de una lengua. No estuvo satisfecho. Quería guardar todo su misterio en esta cámara oscura donde se concentran virtualidades lingüísticas que habían sido injustamente frenadas antes de convertirse en palabras. En este caso, le dije, usted nunca tiene la impresión de lograr la traducción fiel de sus ideas o de sus sentimientos. Él respondió: “Así es, nunca. Pero por buscar con tanta impaciencia se enriquece lo que yo quiero decir porque no lo puedo decir completamente”.

La clase terminó. El anfiteatro se fue vaciando. Continuamos la conversación en un restaurante. Jacques Derrida nos dijo: “nunca ayuné el día de Kippour, pero aquí, en esta ciudad que observa tanto los ritos, resiento como una molestia”. Yo aún
no había leído el magnífico libro de Hélène Cixous acerca de los nuevos informes de Derrida sobre el hecho de haber nacido judío, Retrato de Jacques Derrida como joven santo judío. ◘
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Tomado de Les miens, Grasset, Francia, 2010, 360 pp.
Traducción de José Abdón Flores

Fundador del semanario Le Nouvel Observateur, el periodista y escritor de ascendencia judía Jean Daniel (Blida, Argelia, 1920) siguió muy de cerca los acontecimientos y los protagonistas de la segunda mitad del siglo XX. Con la publicación de Les miens el ahora reputado editor abre la caja fuerte de sus testimonios que refieren encuentros con algunos de los personajes más relevantes en el ámbito cultural y político. El libro es una galería de cincuenta y un retratos, una memoria viva del siglo pasado en la que prácticamente ningún nombre pasa desapercibido: Sartre, Mauriac, Gide, Vittorini, Foucault, Churchill, Paz, Solzhenitsyn, Yehudi Menuhin…

Los retratos son imparciales, nada se embellece en ellos, ni siquiera los desacuerdos. Tres son los temas perfilados en el libro: el familiar, la revolución y el de la identidad nacional como misterio. Pero esta obra también es, como advierte Milan Kundera en el prefacio, “una autobiografía escrita con tinta invisible pues son ellos, los suyos, quienes de algún modo han influido en el camino del autor”.

Jean Daniel

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