jueves, 16 de junio de 2011

El París de Cortázar y el mio también.

El París de Cortázar (y el mío)

En este texto, el ganador del Premio Alfaguara 2011, que esta semana llega a México, sigue los pasos de la Maga y Oliveira en un ritual que es homenaje a Rayuela, a Cortázar y a todos los escritores que han hecho de París el escenario de sus novelas, la ciudad literaria por excelencia.


Empiezo a escribir esto en un café de la rue du Cherche-Midi, más o menos medio siglo después de la tarde en que la Maga salió de aquí, se encontró con un tal Horacio Oliveira y empezó a hablar con él acerca de nada. La Maga se llamaba en realidad Lucía, y había llegado a París desde Montevideo sin un centavo y con la intención de estudiar canto; Oliveira, por su lado, no tenía muy claro por qué había cruzado el charco desde Buenos Aires, y tampoco tenía muy claro qué había hecho en París desde su llegada, a comienzos de los años cincuenta.

Pasaron la tarde juntos, él un poco exasperado por la fascinación que la Maga sentía ante cualquier cosa insignificante de cualquier vitrina del Barrio Latino, y al final acabaron en un café del boulevard Saint-Michel, al cual probablemente me iré en un rato para seguir escribiendo esto que escribo en el mismo lugar donde esa tarde la Maga le contó a Oliveira un gran pedazo de su vida. Y me parecerá normal esto de andar por París de café en café, recordando lo que les ocurrió a Oliveira y a la Maga en cada uno de ellos y escribiendo al respecto. Pero no es así: no es normal.

No es normal porque esas cosas ocurrieron muchos años antes de que yo naciera. No es normal porque nunca conocí a Oliveira ni a la Maga, ni conozco a nadie que los haya conocido. No es normal, en fin, porque Oliveira y la Maga no existen ni han existido nunca: son, como lo saben sin duda los lectores, personajes de Rayuela, una de las novelas más entrañables de la literatura latinoamericana y en parte responsable, de maneras indirectas y absurdas, de que yo hubiera decidido irme a vivir a París en junio de 1996.

Tal vez no sobre que explique un poco lo anterior, para que no haya malentendidos. Yo leí Rayuela por primera vez a los diecinueve años, en una edición de Oveja Negra que se desencuadernó apenas pasé del capítulo 25 y se siguió desencuadernando metódicamente hasta que llegué al final de la novela, donde Horacio se está fumando un cigarrillo sentado en un banco de hospital. Durante los dos años siguientes la volví a leer unas seis veces, en tres ediciones distintas, y con cada vez aumentó mi deslumbramiento, aumentaron mis ganas de conocer ese París donde la gente se pasaba el día hablando de literatura y de jazz y de pintura, pero sobre todo de literatura, y aumentó la sensación, no ya de que conocía a la Maga y a Horacio Oliveira, sino de que eran mis amigos y lo habían sido toda la vida.

Así que después, cuando viajé a París con el pretexto de estudiar un doctorado pero en el fondo con la intención de aprender a escribir, lo hice sabiendo que una de las razones subconscientes de mi viaje era esa ciudad mítica que había conocido en las páginas de Cortázar. Y supe además que no era el único, que el París de Rayuela llevaba ya más de treinta años fascinando a otros jóvenes de diecinueve años como me había fascinado a mí. Porque una de las curiosidades de este libro, como bien lo sabía su autor, es la comunicación inmediata y duradera que establece con los jóvenes.

Es el libro de un hombre de cincuenta años sobre un hombre de cincuenta años, y sin embargo sus lectores más fieles han sido desde el principio jóvenes de veinte. Y si uno de esos jóvenes quiere ser escritor por encima de cualquier cosa en la vida, y si ese joven ha leído y admirado a otros autores (Joyce, Hemingway, Vargas Llosa) que escribieron grandes libros en París, es muy probable que acabe un día viviendo en esa ciudad y conociendo de memoria los recorridos de las novelas e incluso recorriéndolos él mismo, como un rito o una superstición o un simple fetichismo.

Así me pasó a mí cuando llegué a París en 1996. Al día siguiente de llegar hice dos cosas: primero, ir a ver el número 12 de la rue de l’Odéon, donde quedaba en 1922 la librería que publicó el Ulises de Joyce; y segundo, agarrar mi ejemplar de Rayuela y caminar como Oliveira por la rue de Seine, luego asomarme al arco que da al quai de Conti, cruzar la calle y subir los peldaños del Pont des Arts, donde la Maga solía pararse a mirar el río, apoyada en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua y “convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribir o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico”.

En esas primeras páginas de Rayuela hay un verdadero mapa azaroso de París, una guía que no quiere decir nada y que no lleva a ninguna parte pero que uno puede seguir y recorrer, aunque sólo sea como homenaje a una novela que en algún momento nos pareció tan importante. Y un fetichista literario puede hacer estas cosas, pasar por el boulevard Sébastopol donde la Maga comía salchichas calientes, ir a la place de la Concorde donde la Maga encontró un paraguas roto, bajar hasta el parc Montsouris donde Oliveira tiró ese paraguas al lago.

“Sé que un día llegué a París”, dice Oliveira, “sé que estuve un tiempo viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros ven”. Ahora me robo las palabras para explicar o sugerir lo que me pasaba a mí: durante esos primeros meses, viví en París a través de las novelas que había leído, viví en el París de las novelas que había leído, y eso era, de algún modo, vivir de prestado. Pero era también toda una lección sobre cómo apropiarse uno de una ciudad, cómo hacerla suya, cómo sacarle los secretos.

Cortázar llegó a París en 1951, pero tardó unos años en comenzar a colonizar la ciudad con sus ficciones. Siempre he tomado como suyas las palabras que pone en boca de Oliveira: “El miedo, la ignorancia, el deslumbramiento: esto se llama así, eso se pide así, ahora esa mujer va a sonreír, más allá de esa calle empieza el Jardin des Plantes”. A mí, recién llegado 45 años más tarde, me gustaba imaginar a Cortázar descubriendo París, en parte porque París era una ciudad que parecía haberle pertenecido desde siempre. Me gustaba imaginar el momento en que, después de haber escrito los cuentos argentinos de sus primeros libros, de repente se percata de que París puede ser su escenario, y comienza a escribir la ciudad. Y entonces ahí está “Las armas secretas”, por ejemplo, donde Michèle y Pierre viven su triste destino en el barrio de Saint-Sulpice.

O también “Las babas del diablo”, donde un fotógrafo franco-chileno sale del número 11 de la rue Monsieur-le-Prince, camina hasta el Sena, llega a la isla Saint-Louis, pasa primero por el quai d’Anjou y luego por el quai de Bourbon, y así llega a la punta de la isla, a una placita donde ve lo que no debía ver. O también “El perseguidor”, uno de los grandes cuentos del siglo en lengua española, donde el saxofonista Johnny Carter agarra un metro y se va de la estación de Odéon a la estación de Saint-Germain de Près, y se queda preocupado porque entre las dos estaciones hay un minuto y medio de recorrido y él ha sido capaz de tocar en su cabeza más de quince minutos de música.

Y claro, como los fetichistas literarios no tenemos remedio, yo tengo que confesar que me he sentado en un café de Saint-Sulpice a leer la historia de Pierre y Michèle, que he caminado desde la rue Monsieur-le-Prince hasta la isla Saint-Louis y me he sentado en la placita para leer la historia del fotógrafo franco-chileno, y que he tomado el metro entre Odéon y Saint-Germain de Près, con el reloj en la mano, para ver cuánto tiempo dura el trayecto en realidad y cómo fue capaz Johnny Carter de imaginar quince minutos de música en un minuto y medio de recorrido.

Me fui de París a finales de 1998, después de dos años y medio en la ciudad, y desde entonces he vuelto varias veces. Todavía no sé cuál fue el apartamento del séptimo distrito donde Cortázar comenzó Rayuela, pero creo que ya he descubierto la casa donde la terminó, esa casa que, en descripción de Vargas Llosa, era alta y delgada como su dueño. Esta vez he venido por pocos días, pero he tenido tiempo de ir al 32 de la rue Madame, donde vivía el escritor Morelli en Rayuela, y también he podido repetir el recorrido que Oliveira hace con la pianista fracasada Berthe Trépat en uno de los capítulos más hilarantes y al mismo tiempo más tristes de la novela. Y he tenido tiempo de comenzar esto que escribo en un café de la rue du Cherche-Midi, de continuarlo en otro del boulevard Saint-Michel y de terminarlo en uno vecino del cementerio de Montparnasse, donde está enterrado Cortázar y adonde iré ahora, tan pronto termine esta línea que ahora se termina.

Juan Gabriel Vásquez

Juan Gabriel Vásquez nació en Bogotá, en 1973. Es autor del libro de relatos Los amantes de Todos los Santos y de tres novelas: Los informantes, que fue elegida por la revista Semana como una de las novelas colombianas más importantes de los últimos 25 años, Historia secreta de Costaguana (premio Qwerty a la mejor novela en castellano en Barcelona) y El ruido de las cosas al caer (premio Alfaguara 2011). Sus novelas se han traducido en 14 lenguas y publicado en una treintena de países.

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