martes, 14 de junio de 2011

Elogio de la sombra.

Elogio de la sombra

Por Jorge Monteleone *

Dos lugares comunes, algo anacrónicos, circularon sobre la poesía de Borges: uno, de vago origen nacionalista, rescata los tres primeros libros, esa cruza de vanguardia y criollismo, y repudia al que luego habría olvidado las mitologías urbanas en el idioma de los argentinos; otro, dice que la poesía de Borges es menor. Pero su literatura se funda con los libros de poesía de los años veinte, desde Fervor de Buenos Aires (1923).

Allí su poesía postulaba una imaginaria voz argentina, oralizada y a la vez estilizada (la “lengua vernácula de la charla porteña” donde el babelismo de la inmigración está silenciado); la nadería de la personalidad en un sujeto desagregado en cada percepción, donde las calles son “la entraña del alma”; la fundación mitológica de Buenos Aires en la zona indecisa del arrabal y el crepúsculo. El ensayo Evaristo Carriego (1930) es la culminación de ese modelo. Cuando Lugones muere, en 1938, Borges reescribe los poemas de los años veinte y produce una inversión: dice que todos los poemas de la vanguardia salen de las páginas del Lunario sentimental. En los años en los cuales aumenta la ceguera de Borges, su poesía comienza a ser dictada. Cambia el patrón rítmico, que recupera las formas fijas del verso, con métrica y rima.

Mientras Oliverio Girondo hace estallar el signo en En la Masmédula (1956) y Leónidas Lambor-ghini se encamina hacia las reescrituras, Borges se vuelve conservador y se desdice. Ese gesto finaliza en la dedicatoria de El hacedor (1960), donde imagina que Lugones recibe su libro y aprueba alguna página. La vindicación de Girondo y Lamborghini en la poesía de los años ochenta desplaza la poesía de Borges: Delfina Muschietti habló de un “fracaso dorado”.

Pero su poesía trabaja en otra dirección. Puede leerse como una vasta historia de la noche que se inicia con aquel crepúsculo inicial. El oro de los tigres es el único color que le queda al ciego: el amarillo. Y la poesía, también ciega, deja de ver las cosas del mundo y las reemplaza por objetos incesantes. La memoria abruma al yo: nostalgia del presente, donde todos los ayeres se sueñan. Vuelven formas del relato en el poema, o se recuperan voces dramatizadas que tienen un parentesco con los monólogos de Robert Browning (cuyo gusto Lamborghini declaró compartir). La enumeración de Whitman se transforma en una larga serie: cada verso es una cita, una cosa antigua, un sabor recordado, un volumen; todo el mundo, en lugar de acabar en un libro, se vuelve insomne enciclopedia. La voz del poema es la de un doble de sí: Borges y Yo, el otro, el mismo.

El ritmo de la poesía conceptual se torna un hecho sintáctico, antes que musical. Esa sintaxis reaparece en Girri y en Giannuzzi. En sus últimos libros, retornan las sensaciones pero a través de los sabores, las fragancias, lo auditivo o lo táctil: “el goce / de libros que mi mano reconoce”. La voz tardía nombra el amor o la ética de los conjurados. La poesía de Borges incrementa la literatura de Borges.

* Crítico literario.

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