domingo, 12 de junio de 2011

Entre pausas.

Entre pausas
Bárbara Jacobs


Como bebedora de una copa de vino larga o de una taza de café larga también, paso por persona desocupada, pero no lo soy. Suelo ocupar esas horas largas, a veces muy largas, en reflexiones del tipo de las de agradecer en la quietud, la soledad y el silencio, las muestras quizás inconscientes de afecto que recibo de personas de las que no las esperaba, tal vez cuando me entretenía malsanamente en lamentarme de no recibir en cambio nada semejante de gente de quien esperaba, esperé, reflejos por lo menos similares, si no respuestas genuinas, al menos mecanismos de simple buena educación. Pero por fortuna la copa de vino larga o la taza de café más larga todavía, dan para rematar los lamentos o interrumpirlos y dar paso a consideraciones menos nocivas para el espíritu, de las que construyen para ti la fe en el ser humano.

Qué habríamos hecho W y yo hace unos días, cuando entramos por la carretera 57 a la ciudad de Monterrey y, ante puentes, cruces, vías rápidas de uno o dos pisos y sentidos sin señalamientos del todo claros, admitimos que se hacía tarde y que, peor aún, estábamos perdidos. Debíamos llegar al centro y presentarnos en la primera Feria del Libro Universitario de la Universidad Autónoma de Nuevo León, y habíamos agotado el estudio del mapa y, en el desconcierto, subíamos y bajábamos colinas de un barrio al que habíamos ido a dar en las orillas de la capital del segundo estado de la República, y no sabíamos más hacia dónde tomar que no nos llevara a callejones sin salida, por más que estas calles residenciales llevaran nombres de filósofos griegos.

De pronto vimos descender de una camioneta grande, nueva, Honda, gris, con las siglas SKT en la matrícula local, seguidas de no recuerdo qué cifra, a un norteño cuarentón con una bolsa del mercado y que, tras abrirles la portezuela, ayudaba a bajar a dos niños de edades cortas, ella cinco y él seis años, o al revés. Le hicimos señas al adulto que, sin soltar de la mano a los pequeños, o más bien tomándoselas en la suya con firmeza, una izquierda y una derecha miniaturas, se acercó a nuestro automóvil a ver qué se nos ofrecía. Sin rodeos, W le confesó “Estamos perdidos”, a lo que él, tras una muy breve pausa en la que pareció situarse ante nosotros lo suficiente para perdernos un temor meramente prudente (pero recíproco), soltó las manos de los niños y llevándose su derecha al corazón, nos contradijo “Perdidos no están, porque me tienen a mí”.

Y, a la vez que se daba un par de palmadas afirmativas en el pecho, nos daba a nosotros una confianza absoluta, sin símiles a la altura de un gesto cada vez más inusual en la sociedad.


Encaminó supongo que a sus hijos del otro lado de la puerta de la casa que acababa de abrir, extendió la bolsa de la compra, que hasta entonces no había soltado de su otra mano, a alguien que evidentemente se habría acercado a recibirlo a él, a los niños y la bolsa y, tras informar a esta persona, tal vez su esposa, pues lo había recibido y después lo despediría la misma voz femenina, que regresaba en 10 minutos, se dirigió a nosotros. Nos indicó que lo siguiéramos y que, cuando él nos hiciera tal seña, tomáramos el camino que nos señalaría y enseguida llegaríamos al centro de Monterrey.

Al darnos a entender que en el punto clave él se detendría en la lateral y de ahí regresaría a su casa, yo bromeé “O sea que ahí es donde usted nos abandonará”, a lo que él, fingiendo seriedad, de inmediato replicó “No lo diga con esa palabra, porque duele”.

De modo que lo seguimos y, en la bifurcación acordada, en la que cada uno seguiría su propio camino, en efecto él se detuvo y por la ventanilla izquierda de la Honda sacó y estiró el brazo y apuntó la mano como flecha en la dirección que debíamos seguir, mientras yo, que había creído que el momento daría para agradecerle su redobladamente insólito gesto, no sabía cómo indicarle nada con mi mano y brazo que igual que él había sacado por la ventanilla derecha y agitaba sin ton ni son, a la vez que con los labios pronunciaba “Gracias” y le preguntaba inútilmente su nombre, frases ahogadas que W oía, pero que la cada vez mayor distancia entre nosotros y nuestro guía hundía en el torbellino confuso de mi frustración, pues no alcanzaban a su destinatario, desinteresado y anónimo, que habrá regresado a casa y olvidado tanto su buena obra como a sus foráneos y desconocidos beneficiarios.

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