domingo, 12 de junio de 2011

La lección aprendida/cuento corto.

Mar de Historias
La lección aprendida

Cristina Pacheco

La reja de la escuela está abierta. Adela se extraña de que no haya un conserje que la resguarde. Entra. El silencio le dice que aún no ha llegado nadie. Mejor, así tendrá tiempo de poner en orden sus emociones. Da unos pasos y se detiene a mitad del patio para contemplar el edificio de dos plantas. Lo conoce al dedillo y sin embargo ahora le resulta desconocido. Tal vez porque las paredes y los barandales están pintados de verde y no de blanco o de azul como hace años, en las épocas en que entró allí, primero con su hijo Martín de la mano y luego con su nieto Cassidy.

El muchacho vive en Tucson. El día en que él la llame por teléfono le revelará su secreto: ha vuelto a la escuela para seguir los estudios que interrumpió de niña, a mitad del quinto año de primaria. Lo mejor de todo es que va a tomar clases en la misma escuela adonde lo traía. “Mi muchachito”, murmura al recordar a Cassidy con el cabello rebelde aplacado a base de limón y la bolsa de cotí a rayas colgándole del hombro.

Adela piensa en cómo pasa el tiempo y en las vueltas que da la vida. Parece que fue ayer cuando ella guardaba los secretos de Cassidy. Ahora será él quien proteja el suyo, al menos mientras se decide a contarle a Martín que de ahora en adelante, al salir del supermercado en donde empaca mercancías, se pasará a la escuela porque desea terminar su primaria. Quizá también le diga que tiene otros planes para más tarde: asistir a las clases gratuitas de inglés que imparten en la delegación. Quiere estar lista para el día en que Cassidy le cumpla la promesa de invitarla a Tucson.

Su gesto ilusionado desaparece cuando imagina la cara de burla que pondría su nuera Diana Margarita si la viera con un cuaderno y un lápiz en la mano, temblando de nervios porque a su edad va a entrar en un salón de clase con bancas y todo.

II

Al que asistió de niña en Chimalhuacán era improvisado. Los techos de lámina de cartón dejaban pasar el solazo y la lluvia. Las pocas bancas estaban cojas y la mayor parte de los alumnos tenía que sentarse en cubetas colocadas al revés. Ella era la única que se instalaba en un banquito de bolero. Perteneció a su abuelo Cayetano. Tenía sus iniciales y los chapetones dorados con que él lo decoró. Adela los frotaba, como si fueran mágicos, cuando sentía añoranza por su abuelo y también cuando era incapaz de responder a las preguntas de un maestro temible por su severidad.

Adela se concentra pero no logra recordar el nombre de su profesor, en cambio recupera el tono de su voz como si en este momento él le estuviera reclamando: “Otra vez no estudiaste, Adela”. Pero cómo iba a repasar las lecciones si apenas le alcanzaba la tarde para atender a su hermanito Benjamín, siempre húmedo de babas, lágrimas, orines. Adela se persigna en memoria del niño que murió a los seis años, sin poder caminar, perdido en una sonrisa eterna y un parloteo que ella le traducía a la madre:

“Benja dice que tiene hambre.” “Benja no quiere bañarse.” “Benja está muy triste porque hoy no le has dado su beso.”

Durante muchos años Adela le guardó rencor a su madre por lo desamorosa que había sido con Benjamín y con ella. Ahora la comprende. Qué ganas iba a tener la pobre de besarlos o de atenderlos después de pasarse horas cosiendo en el taller a cambio de un dinero que se iba sobre todo en cubrir deudas. El resto servía para comprar lo mínimo indispensable.

En aquel tiempo Adela hubiera dado cualquier cosa porque su madre le permitiera comprarle a Benjamín lo que más le gustaba: mermelada de fresa. El niño la probó una vez que su mamá les trajo del taller de costura una rebanada del pastel con que habían despedido a una compañera. Desde entonces, en cuanto Adela escuchaba gemir a su hermano, para tranquilizarlo le decía: “No llores: mamá te va a traer pastel de fresa.” Benja no volvió a probar ese sabor.

III

Adela calcula el tiempo que llevaba sin pensar en su madre. Jamás la llamó por su nombre –Alicia– y mucho menos de la forma en que se dirigían a ella los vecinos: Lichita. Si viviera, ¿qué diría al saber que su hija, ya convertida en abuela, ha decidido terminar la primaria? Es muy posible que se limitara a levantar los hombros y a sonreír desde su permanente silencio. Adela cree que tal vez se hubiera sentido menos huérfana si su madre le hubiese dejado el recuerdo de su voz.
Una ráfaga de viento azota la puerta de un salón en el segundo piso. Adela adivina que allá serán sus clases pero no se atreve a subir. Prefiere permanecer incómoda, sola a mitad del patio. “Ya parezco salero”, murmura, y ríe. Se vuelve en busca de un sitio en donde esperar y descubre en el extremo del patio el tule cercado de ladrillos. Calcula que el árbol debe de ser viejísimo porque ya estaba allí desde que su hijo empezó a asistir a esa escuela.

Cuando Martín era pequeño Adela iba a sentarse con otras mamás en el pretil, bajo la sombra del tule, mientras esperaban la hora de salida. En cuanto veía a su hijo iba a su encuentro con los brazos abiertos. Mientras estuvo en primer año Martín aceptó esa expresión amorosa, pero después, cuando pasó a segundo, se lo prohibió: “Mamá: no hagas eso. ¿No ves que las niñas van a pensar que todavía estoy chiquito.”

Adela no puede contener el deseo de sentarse bajo el tule. Creció muchísimo pero tiene las hojas carcomidas y el tronco inclinado. Piensa en Martín y en sus sueños infantiles: ser capitán, boxeador, torero, médico, algo grande. Terminó de chofer en una embotelladora. Por fortuna aún conserva ese trabajo. Es muy duro y a últimas fecha hasta peligroso, pero recibe una paga regular y bonos en diciembre.

IV

No es el destino que Adela quería para su hijo. Tampoco pensó que iba a verlo casado a los 21 años y menos con una mujer tan alzada como Diana Margarita. En secreto la considera déspota sólo porque su padre es dueño de una sastrería. El viejo ya no la atiende. Se la pasa dormitando con la boca llena de alfileres, hábito que adquirió en su época de aprendiz, sin importarle el riesgo de tragarse uno en medio de sus ronquidos.

Adela está segura de que su nuera la menosprecia más desde que ella empezó a trabajar en un supermercado envolviendo mercancías a cambio de propinas. Ha visto que los clientes que compran más son los que menos dejan; en cambio el hombre que cada 15 días va por un frasco de café soluble y una lata de leche, en cuanto ella termina de embolsar la compra, sonriendo y sin mirarla le entrega dos monedas de diez pesos. Para Adela tanta generosidad es un misterio.

Le gustaría saber la opinión de ese hombre y los demás clientes del supermercado si se enteraran de que, hecha toda una abuela, ha vuelto a clases para terminar la primaria. Llega a la conclusión de que no importacuanto digan. El caso es que ella está en la escuela, con un cuaderno y un lápiz entre las manos. Cuando se inscribió en el curso para adultos le aclararon que con ese material bastaba, después le dirían qué libros iba a necesitar.

Decide que va a forrarlos como hizo primero con los libros de su hijo y después con los de Cassidy. La mañana en que él se fue a Estados Unidos ella los guardó en una caja. Se la entregará a su nieto el día en que él vuelva a México o tal vez se los lleve –no todos, apenas unos cuantos– cuando su nieto al fin le mande el dinero para que vaya a verlo a Tucson.

De pronto repara en algo: hace mucho que en sus conversaciones telefónicas Cassidy no menciona la posibilidad de que lo visite. Es ella quien le habla, nerviosa y sin pausas, del momento en que puedan reunirse, de lo que harán, de las fotos que se tomarán. Él no parece escucharla, hace algún comentario ajeno al tema y se despide.

El recuerdo de esas conversaciones la obliga a aceptar lo que había rechazado: cuando le habla a su nieto con tanto optimismo está mintiendo para él y para sí misma. Sabe que nunca realizará el viaje a Tucson y que tal vez no vuelva a reunirse con Cassidy. Al entender su comportamiento descubre al fin los motivos del hombre que va al supermercado: es en extremo generoso con ella para ocultarle su pobreza.

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