domingo, 5 de junio de 2011

Los hombres de la banca/cuento corto.

Mar de Historias
Los hombres de la banca

Cristina Pacheco

Dos hombres comparten una banca en el área sombreada del jardín. El del extremo izquierdo lleva camiseta a rayas, pantalón holgado y un voluminoso llavero en la pretina. El que ocupa la otra orilla tiene la barba crecida, viste ropa formal y a cada momento se acomoda el cuello de la camisa ajada. Una mujer al pasar le sonríe y lo saluda por su nombre: Que tenga bonito día, Eduardo”. Sin mirarla, el aludido agita la mano y vuelve a inclinarse sobre el periódico. Su vecino se recorre en la banca:

–Cuando termine de leer, ¿me lo presta?

Eduardo: Si quiere, tómelo de una vez. (Le tiende el periódico.) A lo mejor usted encuentra algo.

–¿De qué?

Eduardo: De trabajo.

–Ah no, yo sólo quería ver el marcador. Ahorita tengo chamba.

Eduardo: Ah, ¿sí? ¿En dónde?

–Me dedico a los perros.

Eduardo: ¿Es veterinario?

–¡Qué va! Nada más llegué hasta el primer semestre de prepa. (Observa la reacción de Eduardo.) Cuido los perros de las personas que salen a trabajar temprano, regresan tarde y necesitan que alguien saque a pasear a sus canes una o dos veces al día.

Eduardo: No me imaginé que uno pudiera dedicarse a eso. ¿Es buen negocio? Perdón, ¿su nombre?

–Samuel. (Se estrechan la mano.)

Eduardo: Le pregunté si es buen negocio.

Samuel: No mucho, pero es mejor que el desempleo. (Levanta la cabeza.) Estuve sin trabajo siete meses. Buena parte de ese tiempo me lo pasé a la entrada de la embotelladora para ver si me recontrataban o al menos me ponían de eventual. Mi esposa, Ana, me hizo ver que estaba perdiendo el tiempo y me lancé a buscar hasta en las talachas, pero no encontré trabajo. Fue una temporadita espantosa. Sobre todo los días de quincena eran un infierno. Imagínese, estar acostumbrado a recibir mi dinerito cada dos semanas y luego ni quinto… (La angustia le cierra la garganta y hace una pausa.)

II

Eduardo: ¿Y cómo empezó con lo de los perros?

Samuel: Por Ana. Un domingo me dijo que Estela, nuestra vecina, necesitaba irse a Cuautitlán, por no sé qué problemas con su hermano y quería dejarnos encargado a su perro Tamarindo. Respingué. Nuestra casa es un huevito. Apenas cabemos mi mujer, mis dos chamacos y yo. Se lo dije a Ana, pero ella me salió con que no fuera egoísta, qué perdía con que el animalito estuviera con nosotros unas horas. De pendejo le creí. ¿Sabe cuánto tiempo se quedó con nosotros Tamarindo? Una semana. Y ¿quién se llevó las friegas de sacarlo y darle su comida? Pues yo, porque era el único que no tenía nada que hacer. Mi esposa ya estaba trabajando en Hilados Kardiel y mis hijos se iban a la escuela.

Eduardo: ¿Y usted sabía algo de perros?

Samuel (golpea la banca con el periódico): ¡Ni madres! Es más, me caían gordísimos, porque de chamaco me mordió bien feo el perro de un compañerito de escuela y tuvieron que ponerme en la panza unas inyecciones contra la rabia. (Se estremece.) Nada más de recordar las agujas con que me las ponían me dan ñáñaras.

Eduardo: Me imagino que se ha de haber sentido feliz cuando su dueña recogió a Tamarindo.

Samuel: Cuando Estela nos lo encargó yo pensé que iba a estar muy contento a la hora en que el perro volviera con ella, pero no fue así. Para empezar, mis hijos hicieron un tango porque se habían encariñado mucho con Tamarindo. También sentí feo porque ya no iba a tener quién me acompañara mientras los niños volvían de la escuela y Ana de su trabajo.

Eduardo: ¿Y cómo se le ocurrió dedicarse de lleno a cuidar perros?

Samuel: Tampoco fue algo planeado. Lo que pasa es que al despedirse de nosotros Estelita quiso pagarnos lo de las croquetas para Tamarindo y me preguntó cuánto me debía por habérselo atendido. Me puse muy digno y le dije que nada. De todos modos ella me dejó en la mesa 200 pesos. Lloré. Ana pensó que por sentirme humillado, pero no: lloré de felicidad.

Después de tantas quincenas de no cobrar un centavo, ¿se imagina lo que sentí de tener dinero sin necesidad de pedírselo a mi esposa? Aunque ella siempre me lo dio de muy buena gana, recibirlo me pesaba. Ahora, gracias a Dios, ya no tengo que hacerlo, cosa que en cierta forma le debo a Estelita.
Eduardo: ¿Volvió a encargarle a Tamarindo?

Samuel: No, pero les contó a sus amistades que yo le había cuidado muy bien a su perro. Como todas son vecinas y me conocen no tardaron en ir a verme para que les hiciera el servicio. Mis clientas son personas solas que por lo mismo adoran a sus animales y quieren que estén seguros mientras ellas se van a trabajar.

Eduardo: ¿Ya cuántos perros cuida?

Samuel: Once. (Se palpa el llavero.) A diario voy por ellos en la mañana, los llevo a pasear, los regreso a su casa, les doy de comer y luego en la tardecita vuelvo a sacarlos. Descanso los domingos. Por eso me ve aquí. Espero a mis chamacos. Su mamá los trajo a una primera comunión, pero al rato nos regresamos a El Rosario… Vi que una señora lo saludó. Usted vive por aquí, ¿verdad?

III

Eduardo: Sí, pero no sé hasta cuándo. Mi esposa se fue con mi hija a la casa de su mamá. Desde que perdí mi empleo, Sandra y yo ya estábamos peleando mucho.

Samuel: ¿En qué trabajaba?

Eduardo: En un banco. Se fusionó con otro, hubo recortes y ajuste de personal. Me pusieron de jefe a un chamaco que no sabía ni la o por lo redondo, pero, ¡eso sí!, nos daba órdenes como si fuera el presidente del Banco Mundial. No pude soportarlo. Un día que se le ocurrió hacer otro cambio en el organigrama, le dije que no estaba de acuerdo. Me equivoqué: se me olvidó que los jefes siempre tienen la razón y el mío me mandó a volar.

Samuel: ¿Desde cuándo?

Eduardo: Voy para cinco meses.

Samuel: La situación está muy dura. Por todas partes se ve gente sin trabajo.

Eduardo: Pues sí, pero no es consuelo. La cosa es que a mi vida se la está llevando la fregada. (Intenta sonreír.) ¿Qué pensará mi hija de mí?

Samuel: ¿Qué edad tiene la niña?

Eduardo: Va a cumplir 16. Quiere ser bailarina de ballet. Le dije que se morirá de hambre, pero no le importa.

Samuel: A lo mejor le va bien… Nunca se sabe. Usted, ¿qué piensa hacer?

Eduardo: No sé. (En tono de broma.) Quizá me dedique también a cuidar perros. ¿Es difícil?

Samuel: No, pero se necesita paciencia y fuerza para dominar a los animales, sobre todo cuando los saca uno en grupo.

Eduardo: O sea, que mejor ni piense en eso: ya no soy joven. Tengo 42 años.

Samuel: ¿Estudió?

Eduardo: Contabilidad. Los números siempre me han gustado.

Samuel: Esa ya es una ventaja. Pueden contratarlo en algún despacho de cobranzas o algo así. ¿Por qué no le busca por ese lado?

Eduardo: Tal vez lo haga, pero no sé si quiero. No me decido a nada. Siempre fui empleado. (Se lleva la mano al cuello.) Me acostumbré a andar de corbata, a obedecer órdenes, a seguir las rutinas que me imponían. Nunca tuve problemas, hasta que llegó mi nuevo jefecito y me bateó. Mis compañeros me aconsejaron que le pidiera una disculpa, que le explicara mi situación familiar. Quizá debí hacerlo, pero no pude.

Samuel: El orgullo es cabrón.

Eduardo: No fue orgullo. Sólo pensé que no me entendería. En su posición, tan joven, ¿qué iba a importarle lo que me sucediera a mí?

Samuel: ¿Por qué está tan seguro?

Eduardo: Porque hubo un tiempo en que tuve cierto poder y empleados a mis órdenes. No me tocaba el corazón para suspenderlos cuando cometían alguna falta. Volví a pensar en ellos cuando perdí el trabajo. Cada vez que me siento en esta banca pienso cuántas de aquellas personas, después de verse rechazadas en todas partes, se pasaron mañanas enteras en un jardín para huir de su fracaso y de su soledad. Me gustaría encontrármelos y decirles que pueden sentirse contentos. La vida tomó venganza contra mí. Ahora soy uno de ellos. (Toma el periódico y se va.)

Samuel (en voz más alta): Consuélese. Tal vez no pase mucho tiempo antes de que su jefecito venga a ocupar un sitio en esta banca.

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