jueves, 9 de junio de 2011

Madrid, una ecuatoriana sospechosa.

Ecuatoriana en Madrid

- Hola Rosa. Me han dicho tus vecinas que la semana pasada te viniste a tu casa nueva. No están muy contentas porque sois mucha gente en una casa tan pequeña.
- ¿Mucha gente? Si sólo estamos mi marido y yo.

- Ah, pues me acaban de decir que pensaban protestar al propietario porque vieron entrar a muchas personas el primer día.

- Sí, vinieron a ayudarme a hacer la mudanza, pero no han vuelto.

No se esfuercen por entender. Les doy la clave: Rosa es ecuatoriana en Madrid.

¿Sabemos lo que es discriminar? ¿Sabemos lo que es la igualdad aplicada tanto como criterio general como en las relaciones cotidianas? Evidentemente son preguntas retóricas que sólo pueden tener una respuesta afirmativa. La prohibición de la discriminación y el reconocimiento del principio de igualdad, incluso en su forma evolucionada hacia la igualdad de oportunidades y de trato, llevan tanto tiempo en nuestro ordenamiento jurídico que lo contrario no sería razonable.

Pero la realidad es tozuda y nos demuestra que los atajos que tenemos establecidos para tomar decisiones en nuestra vida cotidiana, pueden más que nuestra conciencia cívica y nuestro sentido de la justicia.

A menudo, nos resulta más fácil apoyarnos en presunciones estereotipadas, que sobre datos objetivos y creemos que esto de la igualdad y la no discriminación no tiene que ver con nuestra vida.

Si soy propietaria de un piso, puedo decidir que no alquilo a personas de una determinada raza porque todo el mundo sabe que son menos fiables. Si tengo una empresa, mi instinto para no contratar a personas con determinadas condiciones o circunstancias personales vale más que todas las pruebas de competencia.

Si poseo un restaurante, puedo aplicar mi reserva de derecho de admisión con los criterios que me dicte mi propia experiencia y mi idea de lo que le gusta a mi clientela, y si tengo una aseguradora, puedo hacer ofertas de servicios basándome en diferencias generales por razón de sexo, sin preocuparme por conocer mejor a la persona que tengo delante. Y si me equivoco, pues qué le vamos a hacer. Pensar en una reparación del daño está fuera de lo razonable.


Yo no soy racista, pero es que esta gente que viene de otros sitios no sabe convivir. Yo no soy machista, pero hay trabajos que no son para mujeres. Yo no tengo nada contra los homosexuales, pero quien quiere estar cerca de gente que no tiene moral.

Desgraciadamente, estas ideas se imponen más de lo deseable. Una parte del discurso general y de las creencias cotidianas, no reconoce las acciones y opiniones discriminatorias ni teniéndolas debajo de la nariz. Sólo así puedo explicarme algunos de los comentarios de esta semana sobre algunas (no tengo tiempo ni espacio para todas) de las medidas de la ley de igualdad de trato.
N

o tengo conciencia de que mi aseguradora me haya rebajado el precio de mi seguro de automóvil por ser una mujer, que también hay mucha mitología en torno a este tipo de promociones, pero si es así, por favor, me cobren la diferencia.

Se lo pago gustosa si esto contribuye a que las aseguradoras médicas no me cobren más por si en algún momento se me ocurre ser madre, a que las empresas no me miren con desconfianza cuando me van a contratar, a que los bancos dejen de sospechar de mi solvencia cuando no me acompaña mi marido a pedir un préstamo para mi empresa, o a que, si intento alquilar un apartamento, no opere en mi contra ser española en Berlín o ecuatoriana en Madrid. Y esto sólo pensando en mí, que si pienso en Rosa se me ocurren unas cuantas cosas más.

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