miércoles, 21 de septiembre de 2011

Notas de un enfermo terminal.

Notas de un enfermo terminal
Arnoldo Kraus
Algunos enfermos, cuando la vida se agota, buscan caminos para atenuar el dolor del final. Escribir, dejar algún recuerdo acompañado por palabras o por su voz, pintar, o platicar, son algunos recursos. Entre quienes optan por charlar, unos se conforman con la compañía del (o de los) interlocutor; otros graban o escriben, a solas, o acompañados, lo dicho (y lo no dicho). Escuchar esas reflexiones es un privilegio. Convertirlas en palabras es una suerte. Lo que sigue es una transcripción de uno de esos diálogos.

Cuando se aproxima el final, el mundo cambia, adquiere otros tonos y requiere otras lecturas. Se escribe con otras palabras, se habla de otras cosas. Las palabras de hoy, aunque sean las mismas de ayer, significan cosas distintas. Significan sucesos diferentes. El dolor arranca fragmentos de tu persona y te aparta del torrente de la vida. Sólo cuando lo experimentas sabes cuán indigerible y temible es la antesala de la muerte. De ahí la necesidad de encontrar las palabras apropiadas: “La muerte crece dentro de mí”, fueron las líneas que escribí cuando decidí abandonar el hospital; “prefiero vivir el vacío que supone la muerte en casa, con los míos por momentos, a solas cuando requiera escribir”, fueron, cuando solicité mi “alta voluntaria” del hospital, las palabras que anoté en mi cuaderno.

Frente a la muerte, el vacío es un espacio incomprensible. Después del primer abismo hay otro. Y después otros. Se piensa que el vacío es absoluto. No es así. Menos lo es cuando la enfermedad es la responsable del vacío. Aminorarlo es muy complejo. Los amigos, la familia y el cariño ayudan. Ayudan, no bastan. Detrás de un hueco sigue otro, después uno más, nunca se llega al último; el vacío siempre tiene otros pisos, más profundos, imposibles, lejanos, inalcanzables; abismos infinitos, innominados.

El infinito deja de ser infinito. Hay algo después. Algo lejano e imposible de imaginar. Las percepciones cambian. Quejarse no sirve. Acercarse a uno mismo y hablar del previsible final mitiga un poco el dolor aunque también lo alimenta. No es una paradoja ni una contradicción. Quieres entender, pero no lo consigues. Quieres dignificar tu final pero no sabes cómo hacerlo. Quieres comprender lo que sabes, pero no lo logras. Lo sabes: los días por venir serán difíciles: vómitos, sondas, agujas, túneles oscuros, explicaciones médicas inentendibles, indignidad, noches interminables, exámenes y más exámenes. Buscas comprender lo que sabes pero no puedes. Sepultar la esperanza es lo último. Sin esperanza nada.


Cuando tienes agallas aceptas el final; intentas aproximarte al final –hablar con la muerte es imposible– y elaboras, un poco, la despedida. Decir adiós con entereza para herir menos a los tuyos debe ser el culmen del diálogo entre quien muere y quienes se quedan. ¿Es eso factible?, ¿se puede?, ¿es posible lograrlo? Escribir ayuda. Estas palabras son fragmentos de un pequeño relato y un encuentro imprescindible, conmigo, con los míos. Acercarse al final duele demasiado. Escribir atempera el dolor: “La muerte tiene demasiados rostros; los rostros de los relatos son falsos; los que nunca vemos son los verdaderos”.

El último adiós es algo más que dolor. Es una vivencia diferente e indescifrable. Es dolor pero no es dolor. Nunca otra vez la esperanza, sintetiza el dolor del último adiós. Pretendes ser congruente y fuerte. Intentas ser íntegro. Buscas tu cuaderno y relees algunas notas viejas acerca de la dignidad: “La naturaleza arrebata muchas vidas sin nuestra anuencia; incendios, tsunamis y volcanes son algunas catástrofes, cuyo corolario es la muerte de muchas personas. Lo que no puede la naturaleza es cegar la dignidad del ser humano”. Pensar en la autonomía y en la dignidad facilita un poco, sólo un poco, el último adiós.

Las sarracinas con el mundo, y contigo mismo, deben olvidarse. Escarbar adentro, llorar, intentar paliar los dolores y compartir los remordimientos es útil. Cuando la vida ya no te pertenece la esperanza se pierde.

Lo sé: la muerte me espera. Lo escribes, lo vives, lo tejes. Lo destejes lo desvives lo desescribes. Es doloroso saber que ya no sabrás. Intento ser fuerte. Decir y decirme adiós. Aunque ignoro cómo hacerlo, debo hacerlo. Preterirse es imposible. A nada conduce. Te quedas con tu dolor y se lo impregnas a quienes te quieren.

Las despedidas largas y llenas de tristeza, los finales prolongados, las heridas no habladas y las palabras no expresadas producen mucho sufrimiento en los deudos. En ocasiones es imposible paliarlo. Hablar y contar es buen remedio. Sirve un poco; un poco, frente al final, es mucho. Contar la vida desde el dolor, y elaborar el adiós a partir de la certeza del final atemperan el vacío y atenúan los sinsabores de la despedida.

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