domingo, 11 de septiembre de 2011

Pedro Friedeberg/Semblanza.

Pedro Friedeberg
Elena Poniatowska

Pedro Friedeberg en una entrevista con este diario, el pasado 5 de septiembreFoto Jesús Villaseca Si hubo un intento de esnobismo y de excentricidad en el México de los 20, seguramente Pedro Friedeberg ofició el papel de gran visir, de príncipe, archiduque, marqués y conde, porque el sólo, y por su única presencia, sostiene ahora una corona que sin él habría ido a dar al baúl de los trastes viejos. Pedro se equivocó de siglo, habría sido más feliz en el XVIII, pero le tocó el XIX y un piquito del que ahora nos atormenta.

Cada vez que veo a Pedro Friedeberg, acomodo con cuidado sobre su cabeza una corona invisible, en cuya punta sobresale la espinela roja más bella que un rubí, que Catalina La Grande hizo refulgir el día de su coronación en la catedral de Kazan, en Moscú, el 21 de agosto de 1745.

A él, como a Antonio Souza, otro personaje insumiso y creativo, le fascinaron los títulos, los cetros, las reverencias, las vajillas de vermeil, las buenas maneras y las intrigas que le permitían burlarse de los “quiero y no puedo” y de quienes aparecían en la sección de “Sociales” de los periódicos y en una revista “Social” de tapa plateada en la que figuraban luciendo pieles y zorras (también plateadas) de Kamtchaka unas damas para quienes las uvas siempre van a estar verdes.

El mundo intelectual en México también enfermó de un exhibicionismo y de una competencia de egos en el que cada uno hablaba de sí mismo hasta el agotamiento. Frente a los ojos de los espectadores se pavoneaba una colección de divas. Unos “la hicieron”, como suele decirse, otros fracasaron. Para Friedeberg, México siguió siendo un imperio, o de perdida una monarquía, en el que el pintor nos sentaba en las manos de oro de nuestros creadores Adán y Eva y trineos que rasgan el hilo nos llevaban de San Petersburgo a Tsarkoe Selo.

La verdad, cuando Mario Vargas Llosa declaró que éramos una monarquía perfecta, estábamos mejor, a pesar de que ya se había iniciado el terrible descenso que habría de estrellarnos al fondo de la pendiente.

Ningún lugar más adecuado para rendirle pleitesía a Friedeberg ahora que este castillo de Chapultepec, en el que flotan las sombras desdichadas de Carlota y Maximiliano, uno fusilado y enviado a Austria con ojos de vidrio, y la otra enloquecida, que rindió el último suspiro el 19 de enero de 1927 en el castillo de Bouchout, en Bélgica, y respondía al nombre de Marie Charlotte, Amélie, Augustine, Victoire, Clémentine, Leopoldina du Saxe-Coburg et Orléans, Bourbon deux Siciles et de Habsbourg Lorraine.

Una de las cuatro esposas de Pedro Friedeberg fue la condesa Wanda Zamoyska, de altos pómulos eslavos, (descendiente de una histórica familia) polaca a quien todos llamaban la “reinita”, porque (de perdida) fue reina de la policía. Con Wanda a su lado, Friedeberg se vistió de cebra y compartió un departamento virreinal en un rascacielos del Paseo de la Reforma. Contra ese rascacielos, el de Valente Souza, padre del galerista Antonio Souza, se ensañaron terremotos proletarios, como el de 1956, y ya para 1985, sus ventanales habían dejado de existir.

La vida entera de Friedeberg giró en torno a la nobleza, porque mucha nobleza hay en su pintura desde que se inició en 1959. Nobles, las líneas de su creatividad, nobles los círculos que se aprietan con gran fuerza expresiva, nobles las simetrías hechas con delicadeza y minuciosidad extraordinarias, nobles en su obsesión y en su cotidianidad, noble su trabajo de artesano, nobles las escaleras y los “trompe l’oeuil”, noble la fuerza para apartarse de los caminos impuestos.

Lo que sucede en la cabeza de Pedro Friedeberg es un misterio, un mecanismo que debe haberse desencadenado en la infancia y le llenó los ojos de formas sucesivas que el repitió una y otra vez, espacios y perspectivas con las que el jugó y a las que convirtió en un eterno rompecabezas.

No sólo es ingenioso Pedro: su obsesión tiene mucho de angustia. El espacio en blanco es un abismo y a los abismos hay que abolirlos con líneas repetitivas o domarlos cubriéndolos de rojo, de azul, de amarillo. El mismo Friedeberg ha declarado que nunca está relajado, y alguna vez nos hizo saber que ha pintado un cuadro a la semana durante las 52 semanas que tiene un año y que eso lo ha hecho durante cinco décadas. En total ha puesto ante nuestros ojos 2 mil 500 obras, además de las esculturas y de las 5 mil sillas concebidas hace más de 50 años en las que se sentaron los Trescientos y algunos más. Ese ha sido su regalo a los monarcas que habitaron el castillo de Chapultepec.

Pedro Friedeberg es además un trabajador, un artesano. Sería incapaz de colocar una caja de zapatos vacía en el suelo y decir que eso es arte. También a Leonora Carrington la sacaban de quicio las llamadas “instalaciones”.

Se sabe que los aristócratas tienen sus manías, que coleccionan cucharas, polveras, cajitas de porcelana, bacinicas, brochas de afeitar, anillos llamados “chevaliere”, todo con su escudo de armas, guacamayas o víboras, como hizo Edward James, que para ellos es más fácil entablar una conversación con una tortuga que con un leguleyo y por eso Pedro Friedeberg sólo les hace caso a los animales y es a ellos a quienes escucha, nunca a los diputados o a los senadores. Prefiere hablar con el de la tlapalería, ése sí un gran excéntrico, que con un conocedor de arte que lo abrume con sus sesudas y tediosas consideraciones.

Ser esnob en un país en el que campearon los tres grandes es una proeza. Günter Gerszo, Matías Goeritz, Alice Rahon, Kati Horna, Leonora Carrington, Remedios Varo, Paul Antragne y otros surrealistas, hermanos espirituales de Friedeberg, buscaron su camino entre los lobos feroces así como hizo Pedro al lado de “Los Hartos”. Eran originales, excéntricos e iconoclastas, porque así habían nacido; rompían barreras, optaban por la irreverencia, pero lo que más me impresiona es que venían de regreso de todas las ideologías.

De Pedro, me conmueven varias cosas, pero la que más es su apoyo cotidiano a Pita Amor, ya vieja. Guadalupe Amor había encandilado y escandalizado a México, y en los últimos años caminaba por las calles de la Zona Rosa con unos lentes de fondo de botella. Se prendía una rosa roja en la cabeza y, con un caudal de poemas escritos en pedacitos de cartón, echaba a andar contra el tiempo y sus congojas. Antes, había desfilado en todo su apogeo por el camellón del Paseo de la Reforma, mientras anunciaba desnuda bajo su abrigo de “mink”:

–Yo soy la reina de la noche.

A Pita, en los últimos años, la llamaban la abuelita de Batman, fue entonces cuando Pedro la protegió, como protegió a otros que habían perdido fama y fortuna. Y aquí, si ustedes me lo permiten, quisiera recordar también a Bambi, Ana Cecilia Treviño, activa y generosa promotora de arte y esposa, primero de Alberto Gironella y luego de Mathías Goeritz; jefa de una sección del periódico Excélsior, que dedicó muchas horas de su vida a divulgar la obra de pintores y murió casi sola en un hospital del Seguro Social en la calle de Gabriel Mancera.

De vacaciones por la vida: memorias no autorizadas del pintor Pedro Friedeberg contadas a José Miguel Cervantes, que publican Trilce Ediciones, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y la Universidad Autónoma de Nuevo León, y que presentan René Solís y David Olguín, es un libro festivo y antisolemne. Recoge la vida libre e ingeniosa de Pedro y sus milagros de multiplicador de panes y de peces, su vocación de filósofo y de viajero.

Ahora que estamos tan de capa caída, resulta providencial envolvernos en el manto generoso de Pedro Friedeberg, quien es el único que puede enseñarnos con sus sortilegios y demonios a ponerle un cuatro a la vida, a bailar un minueto o una zarabanda, y a dejar con un palmo de narices a los candidatos que amenazan cubrirnos con el horrible plástico de sus reiterativas e inútiles imágenes.

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