domingo, 26 de febrero de 2012

Dios se pierde en Oxford.

Dios se pierde en Oxford
Oxford y Roma aceptan ahora la evolución biológica, pero como una nueva ocurrencia teológica





Los científicos y los creyentes discreparán en muchas cuestiones importantes, o en todas, pero tienen en común una pasión bien frívola: hablar de religión, como habrá comprobado cualquier incauto que haya invitado a dos a la misma fiesta. El evolucionista Richard Dawkins y el obispo de Canterbury lo hicieron el jueves en Oxford durante una hora y media, en una especie de remake de una famosa trifulca acontecida allí mismo hace un siglo y medio. En aquella ocasión, el obispo Samuel Wilberforce le preguntó al científico y reformador social Thomas Huxley, muy próximo a Darwin, si creía provenir del mono por vía paterna o materna. El debate del jueves estuvo muy lejos de alcanzar esa altura sarcástica, pero al final, aunque con mejores modales, llegó al mismo grado de consenso que su precedente. Cero.

Tanto Oxford como Roma aceptan ahora la evolución biológica, pero no como una explicación racional del mundo, sino como una nueva ocurrencia teológica: que la evolución es la herramienta de Dios para crear al hombre. La estrategia es similar a la que ya habían ensayado con la cosmología: ningún problema con el Big Bang, siempre que lo haya organizado Dios ajustando sabiamente las constantes de la física para garantizar la aparición del Homo Sapiens 13.700 millones de años después. Incluso están dispuestos a admitir que el ser humano piense con el cerebro, siempre que rece con el alma o con alguna otra sustancia que no puedan entender los neurólogos. No es que la doctrina vaya avanzando hacia las evidencias científicas. Más bien parece retroceder de ellas.

El esfuerzo por dotarse de una cultura científica que han hecho los teólogos, o al menos el obispo de Canterbury, por lo que se vio el otro día, es encomiable y hasta conmovedor. Pero la religión no puede ser una teoría científica, porque su propósito no es entender el universo, sino colocar al hombre en su centro. Y la ciencia no ha hecho más que expulsarlo de allí desde que Copérnico tuvo que hacer sitio para colocar el Sol en esa posición, en la que por otra parte tampoco él duró mucho. La mareante inmensidad del cosmos cuadra mal con las teologías. Si Dios hizo este universo para nosotros, pudiera ser que no nos encontrara cuando tuviera que salvar nuestras almas.

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