martes, 14 de febrero de 2012

'Jet lag'.

'Jet lag'
Hay que demostrar a Alemania que se puede ganar en competitividad aún a costa de desmantelar el Estado de bienestar

Joana Bonet



Aún tienes prendida en la retina la luz violeta del Empire State cuando aguardas las maletas en la T4. El mal cuerpo del avión multiplica la sensación de irrealidad. De Whitney Houston, en hilo musical permanente, a la admirable paciencia de la gente que otea la silueta de su equipaje en la cinta, ignorando aún cómo va a autorrecortarse al llegar a casa. Cuando se está en el aire, la distancia entre el lugar de origen y el de destino aún no se deja reconocer. No sabes bien en qué punto estás. Ni cómo afrontarás los verbos modales. De una Nueva York helada y como siempre vibrante, donde una cuidadora de niños cobra 600 dólares a la semana, a la nueva España achinada que acaba de abaratarnos y va dejando tras de sí una estela más de desconsuelo que de resistencia. "Antes había esperanza, ahora todo es un tugurio de mierda", dice un personaje de Agosto, la impresionante obra teatral de Tracy Letts que le valió el Pulitzer y que ahora se representa en el CDN Valle-Inclán madrileño. Otra actriz, impávida, afirma: "Somos el resultado despreciable de una generación de narcisistas". La escenografía de Max Glaenzel, una casa sin paredes, como siempre la hemos soñado cuando derriban un edificio y quedan las baldosas y las cenefas, desparrama intimidad. No hay puertas.



El jet lag empieza a surtir efecto. Las ideas van de aquí para allá, y cae sobre los párpados el aroma de dos mundos. Aunque en cada mundo hay miles de mundos. Las puertas automáticas del "nada por declarar" se abren, y detrás de la valla aguardan los conductores con sus cartelitos, así como una pesada sensación de retroceso y penalidad. "Agresiva", no podía haber elegido mejor adjetivo De Guindos. Merkel aplaude, aunque The Wall Street Journal se echa las manos a la cabeza. Montoro, ese hombre sensato, un self made man que conjuró su humilde destino, reconoce que la reforma no servirá para crear empleo por sí sola. Pero hay que demostrar a Alemania que se puede ganar en competitividad aún a costa de desmantelar el Estado de bienestar. Además de la luz violeta del Empire State también tienes prendido en el oído el bolero que escuchaste el domingo en el Village, La puerta. Debes confesar que te sentiste excitadamente feliz cuando, por sorpresa, Paquito D'Rivera subió al escenario con su clarinete para acompañar a Roberta Gambarini y alcanzar el nudo: "Pero es que no supiste soportar las penas que nos dio la misma adversidad...", y la sala se rendía.

D'Rivera me contó luego que iba a quedarse en su casa para ver la ceremonia de los Grammy, pero se dejó enredar, como hacen los artistas. "Ah, La puerta, ¡qué gran canción!", exclamó. Y es bien cierto que su imagen contiene una enorme expresividad acerca del fin del amor. No hay mejor símbolo que ayude a explicar el inicio y el fin, el todo y la nada, como la puerta que el impacto de la reforma cierra ahora sobre la clase media. Representadas en la antigüedad clásica por Jano, el dios de las dos caras, se consideraba que cada puerta abría un camino, incluso al paraíso o al infierno. Y según en psicoanálisis, soñar con una puerta anuncia nuevas experiencias, un cambio de rumbo e incluso un bienestar futuro. Las puertas que presiden las grandes ciudades anuncian la necesidad de marco, porque carecen de adentro y de afuera

Como el latido bipolar que se extiende sobre los currículos de la mayoría de los jóvenes, ni de lejos inflados como el del secretario de Estado de la Seguridad Social del PP, pero ni de cerca reales porque cada vez son más quienes rebajan su expediente para conseguir un puesto de categoría inferior, un puesto al fin y al cabo. "Cuando una puerta se cierra, otra se abre", dice la expresión popular que recibió cartas de nobleza al ser citada por Cervantes en El Quijote y que representa el conjuro al desaliento. El problema es que has extraviado la llave. Bendito jet lag.

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