lunes, 13 de febrero de 2012

La bicicleta roja/ Relato.

Bicicleta roja
Hermann Bellinghausen



Rogelio Medrano, según él descendiente de los fundadores del famoso circo, aunque no era cierto, pues ni Medrano se llaman, ya investigué, atravesaba un periodo difícil en su matrimonio de 15 años, sin hijos pero siempre con perro, situación que suele dar a las mascotas un elevado estatus en la casa, como ocurría con el golden retriever Ricky, y desvía cantidad de presiones y carencias emocionales en la vida de la pareja. Sobre todo en ésta, donde los dos eran inteligentes, o sea complicados. Alguna vez habían sido interesantes sus existencias, ahora se encontraban un poco, como se dice, estancadas.

Rogelio estaba hasta el gorro de la hostil tregua con Nancy, ya de meses, luego de una infidelidad de él que, siendo “poco importante”, le venía costando una larga penitencia de ironías, cobro de facturas, desconfianzas arbitrarias y desagradables balconeos delante de las amistades.

Esa noche, pasaba apenas de la una, insomne e irritado luego de una negativa sexual porque estoy muy cansada, Rogelio dejó la cama donde Nancy dormía vengativamente, se calzó, tomó la correa de Ricky, y el golden retriever se puso en firmes junto a la puerta con una flema británica que sólo su cola traicionaba.

Amo y perro caminaron suficientes cuadras como para calmar sus respectivas ansias y llegaron al parque de la colonia, una locación muy de su gusto. El primero respiró hondo. Ricky se perdió en los arbustos. Aquello estaba más solo que la una. En ninguna casa ni edificio se veían ventanas con luz ni parpadeaban televisores encendidos. Ricky gimió por ahí, vino rápido a Rogelio y lo provocó a que lo siguiera. Ellos se entendían. Detrás de unos setos, Rogelio casi tropieza con una pierna y una bicicleta roja ahí tiradas. La pierna, en pantalón de mezclilla, de una mujer dormida. Despertándose.

“Qué rica pestañita me acabo de echar”, dijo ella con desparpajo, se alzó a posición sedente y estiró los brazos como si estuviera en la más cómoda de las camas y no tumbada en el pasto. Sin extrañarse de la presencia de Rogelio y su perro, se puso de pie con elasticidad de bailarina, tomó la bicicleta por el manubrio y la montó como si fuera el movimiento más natural que conociera su cuerpo. Operó un extraño mimetismo entre vehículo y tripulante, el color rojo de las molduras pareció impregnarse en la blanca piel de ella, que le pareció a Rogelio, eso, una muchacha enrojecida. ¿O sería la luz del parque?

“Hola”, dijo él, tratando de subrayar su presencia. Poniéndose un casco rojo, la ciclista lo miró con ojos muy negros. “Qué, ¿tú no duermes?” dijo ella con ironía, y él, “no mucho”. “Pues debieras, allí se aprende.” Y él, escaldado de que las mujeres le tiren línea, replicó “lo dudo”. Y ella, a otra cosa, “¿a que ni sabes de dónde vengo?” Y él, “no”. Ella, pasándose con malicia la lengua sobre el labio superior, dijo “vengo del futuro”. Rogelio pensó “ésta, ¿qué se habrá metido?”, pero dijo “ah, sí, ¿de cual de todos?” “El de esta misma ciudad”, dijo ella, “y si quieres, te lo enseño.”
La situación era, por decir lo menos, rara. Rogelio no tenía nada mejor que hacer. Aceptó. “¿No hay problema con tu perro?”, dijo ella, y él “no, si le digo se regresa solo, es muy entendido el condenado”. Enseguida se dirigió al perro, le puso en el hocico la correa, le ordenó “a la casa, a la casa” y Ricky obedeció de inmediato. “Súbete”, dijo ella. Rogelio trepó a la reja posterior y puso sus pies en los diablitos. Tímidamente posó sus manos en las caderas de la muchacha. “Agárrate bien”, dijo ella, “para ti no hay casco”, y echando adelante un pedal lo pisó con fuerza para coger impulso.

La noche era serena. Poco tráfico en las avenidas. “¿Y cómo es el futuro?”, preguntó él incrédulo, medio divertido, mientras llegaban al eje y doblaban hacia Lázaro Cárdenas. “¿Eres bueno para aguantar el calor?”, inquirió ella. Rogelio se sorprendió, la noche era más bien fría. “¿Es mucho?” “Algo.” “Pues vamos.” “Pues vamos”. Girando bruscamente el manubrio y pedaleando de pie, la ciclista se internó a la izquierda en una bocacalle estrecha y oscura que Rogelio no reconoció. Pronto, descendían por una pendiente pronunciada, algo infrecuente a mitad del valle de México, ni que estuvieran en Las Lomas, el Ajusco o los Olivares. Era un gran hoyo, quizás un cráter, o una caries de la Tierra. Se distinguían en penumbra casuchas construidas con cascajo, fogatas y grandes cantidades de basura.

“El futuro está lleno de hoyos”, explicó la muchacha. Avanzaban veloces sobre un suelo anfractuoso, difícil llamarlo calle. Pronto subieron para salir del hoyo y Rogelio se sorprendió de la energía de la ciclista; comenzaba a creer ese cuento del futuro. Salieron a la superficie y en medio de la noche los edificios se revelaron altos, desconocidos, inhumanamente industriales y muy, muy amarillos. Arrojaban columnas de vapor y humo, como alimentadas por muchos incendios. Rogelio miró su reloj: seguía marcando la una y cuatro.

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