domingo, 19 de febrero de 2012

Las muertes de Santos/cuento corto.

Mar de Historias
Las muertes de Santos

Cristina Pacheco
De todas las cosas que vi cuando tenía 11 años hay una que no olvido: la cortina metálica de la herrería. Negra, de tamaño mediano, chirriaba al bajarla o subirla. Una de mis obligaciones consistía en alzarla temprano por la mañana –a la hora en que antes iba a la escuela– y en la noche ponerle el candado.

A esas horas caminaba hasta el hotel donde mi madre la hacía al mismo tiempo de conserje y recamarera. A cambio del sueldo escaso nos dejaban ocupar un cuarto en el último piso. Tenía baño y una sola ventanita enrejada por donde yo miraba hacia la calle mientras mi mamá iba de un lado a otro cambiando sábanas y toallas, barriendo las escaleras o subiéndoles a los huéspedes comida que mandaban pedir a la fonda de las Chabelas.

En las noches hacían esos trabajos dos hombres: uno gordo y lento que se llamaba Anselmo y otro, más joven, de nombre Mariano. Simpático y platicador, su sueño era convertirse en futbolista. Por eso me gustaba mucho conversar con él y a veces pensé que tal vez así había sido mi padre.

Aunque rendida, mi madre pedía que le mostrara la tarea. Después de echarle una miradita, conectaba la parrilla eléctrica para cocinar siempre lo mismo: huevos con frijoles, con recaudo, con cuadritos de tortillas viejas. Huevos y punto. Cenábamos con la tele encendida. Mi madre nunca terminaba de ver su telenovela porque a los pocos minutos caía en el más profundo sueño.

II

De mi padre no guardo ningún recuerdo. Nos abandonó cuando cumplí dos años. Sabía nada más su nombre, Santos, pero nunca vi un retrato suyo y mi mamá jamás me hablaba de él. Era yo quien lo hacía y con frecuencia le preguntaba cuándo iba a llevarme a conocerlo. Su respuesta invariable era: “Ya pronto”.

Supongo que mi insistencia la hacía sufrir o tal vez abrigar esperanzas. Por eso una tarde se decidió a contestarme: “No sé en dónde vive. No puedo llevarte. Mejor piensa, como yo, que está muerto”.

Preferible imaginarlo así que seguir esperando nuestro encuentro o hacer algo mucho más angustioso: caminar por las calles mirando a todos los hombres para descubrir en alguno de ellos un gesto, un rasgo, cualquier cosa que pudiera revelarme su paternidad. Lloré mucho, lo enterré dentro de mí, o mejor dicho sepulté a un padre nebuloso, imaginario que era sólo una ausencia etiquetada con un nombre: Santos.

III

Durante nueve años me resigné a ser huérfano de padre hasta que una tarde, al volver de la escuela, encontré, cosa rara, a mi mamá hablando por teléfono en la recepción. Me acerqué y la oí decir: “Me duele, pero no me extraña. Siempre pensé que él acabaría mal. Ahora me quedo tranquila. Al menos sé en dónde está. Ojalá Dios lo haya perdonado”.
Subimos juntos. Le pregunté a mi madre quién le había hablado. Me dijo que su hermana Enedina para avisarle que mi padre había muerto en un pleito con arma blanca. Sonó el timbre de un cuarto, ella tuvo que irse para seguir trabajando, pero me prometió que me lo explicaría todo después.

Nadie puede imaginarse lo que fue para mí, un niño de apenas 11 años, enfrentarme a una segunda muerte de mi padre; esta vez a la real, a la que me lo convirtió (demasiado tarde) en una persona de carne y hueso pero ya para siempre inalcanzable. Fueron momentos terribles. No quise llorarlo, o más bien no supe cómo hacerlo ni qué actitud tomar frente a un cadáver lejano y verdadero que duplicaba mi orfandad. Tampoco logré entender el comportamiento de mi madre.

Ella pasó la noche hablándome de él. De lo que me dijo sólo recuerdo algunas cosas: era 11 años mayor, había sido siempre comerciante, la enamoró, se casaron, alquilaron dos cuartos en una vecindad de Peralvillo. Todo iba bien. Mi padre se mostró feliz con mi nacimiento. Luego, con la mira de encontrar nuevos clientes, empezó a hacer viajes cada vez más largos hasta que al fin desapareció. Al verse sola, ella buscó trabajo y lo encontró en el hotel. Al mudarnos dejó nuestra dirección por si mi padre nos buscaba, pero él jamás lo hizo.

IV

Después de aquella noche nada fue igual entre mi madre y yo. Le hablaba poco. Aunque me avergüence decirlo, sentía rencor hacia ella por haberme hecho sufrir con las dos muertes de mi padre. Quise vengarme y contra su voluntad abandoné la escuela.

Pedí trabajo en la herrería. Más que el dinero, me importaba tener un pretexto para permanecer fuera del hotel desde las ocho de la mañana –hora en que antes iba a la escuela– hasta las nueve o 10 de la noche.

Trabajar en una herrería es duro y peligroso aunque, claro, a mí, por mi edad sólo me tomaron de mandadero y eso gracias a que el dueño me conocía. Aparte de entregar pedidos y comprarles tortas, cigarros y refrescos, mi obligación era subir y bajar la cortina. En una de esas me descuidé y la mano se me quedó prensada. Fue un milagro que no me la cortara. Sin avergonzarme pude llorar porque el dolor era terrible, igual al que sentí cuando supe que mi padre había muerto por segunda ocasión y esta vez para siempre.

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