sábado, 11 de febrero de 2012

Los paisanos/ cuento corto.

Los paisanos
Raquel Tibol



El único libro de literatura que he publicado –explica la maestra Raquel Tibol a La Jornada– se titula Comenzar es la esperanza y data de 1950, en Buenos Aires, bajo el sello Botella al mar, dedicado a los autores jóvenes. Aquel volumen corrió con ventura tal que Jorge Luis Borges, en su calidad de presidente de la Sociedad de Escritores de Argentina, firmó un documento donde argumenta la razón que lo llevó a elegir el libro de Raquel Tibol como merecedor de la distinción Faja de Honor. Presentamos ahora, como una primicia, un adelanto del libro de cuentos en el que trabaja Raquel Tibol este 2012

Mario estaba aburrido, cansado de vagar sin destino cuando, en un pueblo de tantos, se enteró que el carnicero, el tendero y el panadero eran paisanos suyos; los cuatro habían nacido, hacía bastante tiempo, en una lejana ranchería. Desde que partieron en épocas distintas, el destino los zarandeó a gusto y ganas, y después de muchos años, como por predestinación, se encontraron en este pueblecito.

Ni el tendero, ni el panadero, ni el carnicero hubieran reconocido a Mario; pero en la cantina de don Pablo se charlaba mucho; después de varias copitas uno se pone melancólico y evocativo. Mario habló y habló. Se quejó de su vida en el campo: “¡No se puede trabajar! La gente sólo usa guaraches. Para lo único que sirve el zapatero es para colocar en la horma los zapatos endurecidos de tanto estar guardados, y esa suerte tampoco le toca a uno todos los días del año; tiene que llegar alguna compañía de la gran ciudad, casarse o morirse alguien para que los rancheros se decidan a sacar sus zapatos del baúl. Esto con la gente bruta; la gente fina no me necesita, hay demasiados zapateros con locales bien puestos como para que los ricachos se fijen en mí, y eso que mi trabajo, se lo aseguro, no tiene comparación, no hay otro como yo. Oh, si me hubiera quedado allí, en el santo lugar de mi nacimiento, hoy por hoy sería un hombre famoso.”

Don Pablo, acostumbrado a las peroratas lamentosas de sus parroquianos, permanecía indiferente mientras las palabras se deslizaban veloces a corta distancia de su oreja. Cuando los labios carnosos de Mario escurrieron un vocablo familiar, un sentimiento emergido de las zonas más tibias de su corazón atrapó a don Pablo, se paseó por todo su cuerpo, y al fin se convirtió en sonrisa, abrazos, brindis.

–¡Tenemos que avisarles enseguida! Tenemos que avisarles si no van a creer que soy un egoísta, que lo quiero acaparar, y usted es tan paisano de ellos como mío. Ya se va a dar cuenta cuando los vea; sí, sí, muy paisanos; ¡ya verá! Usted no tendrá que amargarse más; hoy comenzó su buena suerte. Acá nos ayudamos unos a otros. Usted tiene que sentar cabeza, instalar su zapatería, un lindo localito; nosotros le mandaremos la clientela. En este pueblo no hay ricachones, pero la gente usa zapatos. ¡Aquí somos civilizados! Mire, justo a media cuadra hay una pieza desocupada, grande, con puerta a la calle. A usted le va a parecer un palacio.

–Los palacios son inalcanzables para un harapiento.

El lamento casi inarticulado de Mario se perdió en la cadencia del discurso optimista de don Pablo.

–¡¿Harapiento?! ¿Dónde ha visto usted un paisano harapiento? Oh, unas ropas viejas son circunstanciales. La dignidad se lleva en el alma, amigo, y un paisano nunca la pierde porque siempre encuentra un hermano, un hermano que le tiende la mano, el hermano lo rescata de la desgracia.

–Seguramente usted habla así porque usted debe ser un hombre bueno –dijo Mario con voz temblorosa, evocando penurias y humillaciones pasadas.

–Así dicen mis amigos, yo no sé, puede que tengan razón, yo no me opongo. Si me llaman yo voy, ¿por qué no? Hay que ser sociable, colaborar en lo que uno puede. A mí me piden que opine, yo opino; me nombran vocal de la comisión del hospital y no me niego. Se hace lo que se puede. Si hay manera también se ayuda a los amigos en las cuestiones del banco.

–¿Usted es persona con influencias en los bancos?

Mario hizo la pregunta con delicadeza y altísimo respeto porque lo que acababa de escuchar le parecía maravillosos.

–Sí, los amigos valoran mucho mis consejos, además tienen mucho aprecio por los préstamos que le hago en momentos difíciles. Creo ser un hombre generoso. Para mí el dinero no lo es todo en la vida; es más significativo un apretón de manos cordial, como nos hemos dado hoy con nuestras manos acostumbradas al trabajo. Para mí tiene mucha importancia afrontar el instante en que un conocido o un desconocido, lo mismo da, golpea a mi puerta.

Don Pablo calibraba con tal precisión su altanería, insinuaba tan finamente sus actos de caridad que en el ánimo de Mario crecía erguida y envuelta en nubes espumosas una imagen de un protector legendario.

–Dios debe haber guiado mis pasos hasta su negocio. Nuestro encuentro está lleno de gracia divina.

–Pablo, el almuerzo está listo. Anda, trae el pan.

El tono doméstico, llegado desde la pieza contigua al negocio, desconcertó un poco a Mario.

–¿Es su señora?

–Sí. La pobre es muy cuidadosa para estas cosas de la comida. Le gusta el pan recién salido de horno; le molesta que los repartidores lo toquen. Yo voy por él todos los días a esta hora. Cierro el negocio y de paso echo un parrafito con el esposo de la vieja Berta.

–¿Quién es el esposo de la vieja Berta?

–Ah, lo distinguirá usted a la legua, entre millares. Es un paisano de pies a cabeza. Un hombre inteligente, un comerciante honesto. Sus bolillos no admiten competencia.

–¿El mismo hace el pan?

–No. La sabia en eso es la vieja Berta. El lo vende. Pero vayamos ahora mismo, después empieza a comer y no le gusta que lo interrumpan.

Don Pablo se puso el saco. Al pasar del otro lado del mostrador se miró rápidamente en el espejo del refrigerador. Tomó con gesto cordial y hasta autoritario el brazo de Mario. Caminaron con pasos rítmicos la media cuadra hasta la panadería. Se cruzaron con algunos conocidos.

–Buen día, Pablo.

–Buenos días tenga usted señor doctor.

–¿Que tal su familia?

–Excelente, doctor, excelente. Siento mucho no requerir sus servicios; su presencia honra mi casa.

–Buenos días don Pablo.

–Buen día amigo. ¿Qué tal esa cosecha? ¿No será una desilusión para el banco después del apoyo que le han brindado?

–Ahí va don Pablo. Don Pablo, don Pablo...

–Ya te voy agarrar escuincle. ¡Vas a ver! No te van a quedar ganas de tirar lodo a las vidrieras.

Mario caminaba en silencio; el ascendiente social del tendero lo apabullaba.

–Un momento –exclamó don Pablo–. Antes de llegar quiero hacerle una advertencia: quizá le cause asombro la humildad del local. No espere encontrar un salón espacioso y moderno como el mío. Una panadería es una panadería. Una tienda tiene otras exigencias. A pesar de ello certifico que la vieja Bertha y su esposo son dignos de mi respeto y amistad.

Don Pablo presionó el brazo de Mario con decisión. Se detuvieron.

–¿Es aquí?

A pesar de las advertencias Mario se asombró. Estaba frente a una casita ancha, bajísima, parecía hecha de adobe, diseñada por un niño, blanqueada a salpicones. Las puertas semejaban ventanas y las ventanas aberturas imprecisas. El negocio estaba en la trastienda y la tienda servía de sala, comedor, zaguán, etcétera.

Aunque Mario hubiera querido pasar inadvertido, en el estrecho cuatro por cuatro su estatura se hacía presente. Sólo atinó a encogerse en un rincón, entre el mostradorcito y la repisa de las galletas. La vieja Berta caminaba de un lado a otro, indiferente, bamboleando sus senos caídos al compás del tam-tam de sus chancletas, despachando a los clientes, molesta de sólo pensar que podían interrumpirla. De todos modos don Pablo ni siquiera la había saludado.

Al fondo, en la cabecera a una mesa larga y angosta de madera blanca, marcada con cuchillos, con fuego, con golpes; manchada de grasa, de pintura, de carbón, de harina, de tinta, estaba sentado el esposo de la vieja Berta. Vestía saco, botas, gorra. Cerca una botella de aguardiente.

Raquel Tibol, en imagen de julio de 2002, durante una entrevista con La JornadaFoto María Luisa Severiano
–¡Salud, Marcos!

El panadero paladeó su copita con los ojos entornados. “El reparto es pesado –dijo mansamente–. Con esto se engaña el dolor de cintura.

–Le traigo una sorpresa –dijo don Pablo dando una palmada en la mesa–. Le molestó que el panadero no pusiera cara de circunstancias. Antes de sentir apagado su entusiasmo, giró con agilidad y preguntó en tono zumbón: “¿Dónde está mi hombre?” Acurrucado en un rincón Mario comenzaba a dudar de un posible milagro. La melancolía se iba posesionando de su cuerpo y ya lo ablandaba cuando don Pablo lo rescató con un tirón al saco.

–Querido amigo, no es tiempo para nostalgias. ¡Arriba ese ánimo! Hay que reconfortarse. Venga, aquí lo espera un trago.

Mario lo siguió dócilmente, dócilmente se sentó en el extremo de un banco largo y fijó su mirada en la botella de aguardiente. Apoyando protectoramente la mano en su espalda el tendero exclamó con regocijo: “Don Marcos, aquí está la sorpresa”. El panadero observó a Mario con ojos cansados. Se sacó la gorra, y mientras aflojaba los cordones de sus botas preguntó: “¿Es su nuevo dependiente?”

Don Pablo rió con ganas, como si le hubieran hecho cosquillas. “Un dependiente es cosa de todos los días. Don Marcos le ruego, observe bien: ¿no ve algo especial en este hombre?”

–Puede decirle a su señora que si mañana quiere amasar el horno va a estar desocupado des-pués de las diez de la mañana –gritó la vieja Berta desde el patio.

Los tres hombres se quedaron en silencio, desconcertados. Don Pablo sintió que esa interrupción lo irritaba porque estaba fuera de lugar; pero no hizo ningún comentario. La quietud del mediodía pesaba sobre los seres y las cosas. El golpe de la descarga de las bolsas del correo sonaba en la calle a corta distancia,acentuando con su lentitud el tiempo agobiante.

La vieja Berta trajo unas copitas, las dejó sobre la mesa y se fue a colocar la tranca en la puerta. Don Pablo creyó oportuno continuar:

–Como le decía, Dios nos envió un obsequio. Este buen hombre que usted ve aquí es un paisano que vio la luz en el mismo pueblito donde usted y yo la vimos por primera vez.

–Si es así, brindemos –dijo el panadero en tono monocorde, sin alterarse.

La vieja Berta volvió a entrar. Entre quejidos y gruñidos se sentó al lado de Marcos. Con la punta del delantal comenzó a frotarse la cara cubierta de hollín, sudor, harina y arrugas.

–Es preferible que traiga preparada la masa –advirtió– porque yo pienso hacer bizcochos y si trabajamos juntas nos vamos a molestar. Su señora es muy nerviosa; yo siempre le digo: así no sirve. Ella no me hace caso. Dígale usted también que así no sirve. No hay que tomarse la vida tan a pecho.

Don Pablo sostenía la copita desbordante de aguardiente muy cerca de los labios entreabiertos; pero ante la nueva interrupción la dejó sobre la mesa sin probar un trago. Se le habían ido las ganas de celebrar el acontecimiento; no quería exponer su alegría a la mirada reticente de la vieja. ¡Qué sabía ella de esos sentimientos! ¿Acaso era realmente una mujer? Don Pablo hubiera afirmado que tras esa apariencia se ocultaba un limón gigantesco y desabrido. Tenía que aguantarse para no proclamar por todo el pueblo que el amor entre la panadera y el panadero era cuestión de brujos, porque sólo así se comprendía que hubieran tenido una hija tan robusta y atractiva. Los principios del tendero lo obligaron a ocultar su indignación. Puso el pan en una bolsa, invitó a Mario a retirarse, y saludando cortesmente prometió avisarle a su mujer.

Cuando don Pablo llegó a su casa los reproches de Sonia salieron a su encuentro: “¡Todos los días la misma historia! Vas a la panadería y las horas no cuentan. Una comida tan sabrosa... arruinada”.

Posiblemente la mujer hubiera continuado en tono ascendente, pero la voz sumisa y suave de don Pablo cortó su patético parlamento: “Sonia, ¿qué te parece si este amigo almuerza hoy con nosotros? ¿Hay suficiente comida?

–¡Sobra” –fue la respuesta categórica.

Mario no se había atrevido a trasponer la puerta cancel. Se quedó en el zaguán, espiando a través de una cortina los gestos autoritarios de la mujer del tendero. Desde allí observó cómo Sonia se limpiaba las manos en un trapo húmedo antes de arreglarse con cierta gracia un mechón rubio y lacio caído sobre la frente, para después acercarse a estrecharle la mano.

–Pase, hombre, pase. Está en su casa.

Aquel saludo de mujer escueto y algo tibio calmó un poco la timidez del zapatero: “Señora, si es que voy a molestar prefiero retirarme ahora mismo. Entre gente buena no hay que traer sorpresas que a lo mejor incomodan. Es día de trabajo, hay mucho que hacer, no alcanza el tiempo. Su esposo me invitó, no me gusta despreciar, aunque podría ir a comer a una fonda. El es paisano mío, un paisano respetable; para mí es un honor...” Mario hablaba haciendo nudos con la lengua. Casi no respiraba, necesitaba decirlo todo, explicarse sinceramente con esos nuevos amigos.

La locuacidad de Mario desagradó a don Pablo, quien ya no quería oír más disculpas. Sacudiendo con fuerza sus brazos extendidos con las palmas hacia arriba exclamó: “¿Qué es esto? Es para oír y no creer. ¡No se hable más! Listo, vamos a comer”.

Sonia se fue a la cocina; desde allí llamó a su marido. Don Pablo se acercó presintiendo la pregunta.

–¿Dónde preparo la mesa?

Sonia susurró su consulta con la cara muy seria. El tendero levantó los hombros, inclinó la cabeza, frunció la frente, abrió desmesuradamente los ojos dando a entender que la pregunta estaba demás y volvió al vestíbulo. Entonces Sonia comentó con la sirvienta: “Por suerte no hay que tocar el comedor grande; tendríamos que ensuciar un mantel bordado, sacar los platos de loza inglesa, las copias de cristal, los cubiertos nuevos. No vale la pena tanto trabajo por un pobre hombre. En el antecomedor todo va a estar bien”.

Pocas veces en su vida se había sentado Mario a la mesa de una familia acomodada. La recepción que le brindaron sus paisanos le emocionó muchísimo. A pesar de que estuvo alerta, cuidando con celo su corrección durante la comida, cada bocado fue motivo de alegría. El olor del caldo lo transportó a su aldea; saboreando el guiso evocó su infancia y su familia, la abundancia alimentó sus esperanzas en un futuro mejor. Sumergido en un cálido sopor de una digestión confortable, Mario no percibió la poco disimulada molestia que su presencia comenzaba a producir en los dueños de la casa. No comprendió que don Pablo recalcaba la importancia de la hospitalidad que brindaba porque necesitaba contrarrestar en parte su afabilidad.

–No cualquiera, mi amigo, no cualquiera sabe estimular al otro a ser igualado. Yo no hago distingos, mi esposa tampoco. Nuestra mesa se tiende para todos igualmente. Hay que abrir ventanas al mundo, que penetren perfumes, tufos, olores. Sea como fuere habremos de respirar.

Esas afirmaciones impresionaron a Mario, aunque no las entendió bien. Las orejas se le pusieron rígidas, las mejillas se le enrojecieron, y a punto estuvo de que se le escurrieran unas lágrimas.

Sonia intuía que su marido esperaba que el pobre zapatero se deshiciera en agradecimientos y pidiera perdón por su inmunda presencia. Pero cierto desgano la convertía en testigo equidistante y aburrida, mientras su marido continuaba ensalzado lo que él suponía sus mejores atributos, que ella oía como palabras envueltas en betún.

–No hay que confundir lástima con piedad. Yo no tengo lástima de nadie, pero sé apiadarme. Sí, los pobres infelices despiertan mi piedad.

La comida abundante y sabrosa bailaba en las entrañas de Mario, le cosquilleaba la sangre, aturdía su entendedera. Don Pablo observó por un instante el contento de ese desamparado y llegó a la conclusión de que el pobre zapatero era un bueno para nada y, terminado el postre, sin mayor protocolo lo dejó plantado y se fue a dormir su siesta habitual.

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