miércoles, 4 de abril de 2012

Europa ¿Rancio abolengo?

Rancio abolengo?
Claudio Lomnitz
Es un lugar común (y no por eso menos cierto) que Europa está vieja. Muchos de los habitantes del Nuevo Mundo” que hemos viajado ahí así lo hemos sentido. Y llevamos tantos años diciéndolo que hasta esa verdad está ya algo envejecida. Habría que revisarla un poco.

París ya no es aquella ciudad medieval que describió Víctor Hugo, con la catedral de Notre Dame como el equivalente arquitectónico del Libro. Un escarabajo, como dijo Rilke, cuyas patas y antenas sobresalían silenciosas, en medio del bullicio, con la historia de la cristiandad tallada en todo su cuerpo. La patria de la sopa de cebolla –el viejo mercado de Les Halles, en el corazón de la vieja ciudad, junto a la iglesia de San Eustaquio, que era también el cementerio de los pobres– fue expatriado desde hace ya décadas, y la ciudad está tan pulida y tan bella, que a ratos se preocupa uno que tal vez los pobres sólo puedan entrar de turistas, para volver por las noches a sus suburbios, esos sí de trazos monótonos y mecánicos, construidos sin los materiales nobles de la vieja ciudad –la piedra y la cal, el hierro y la madera–; desangelados y mancos de lo que los franceses llaman ‘caractère.’ (Que por eso les da, luego, por incendiar coches).

El problema está en que este quehacer de pulir el pasado amado, y de ponerlo como escaparate –caro, precioso– pone en el espíritu de la gente una melancólica perturbación: el temor de que la ciudad haya muerto, y que para ver una ciudad viva, haya que viajar a los lugares donde todavía se crea y se destruye. A Nueva York, por ejemplo, aunque le está comenzando a pasar lo mismo que a París, a Londres o a Berlín, o, mucho más dinámicos todavía, desde luego, a Delhi, México o Shanghai.

Por eso, junto a ese complejo de diva, de “mírame y no me toques”, viene el esfuerzo sostenido por imprimirle vitalidad a la vieja Francia. Quiero aclarar, a todas estas, que no es que el país en realidad carezca de ella. No puede faltar energía en un lugar así, con tanta gente hermosa y capaz, con tanto libro, periódico y revista, tanto arte, tanta investigación científica y tanta producción agrícola e industrial. Con tanto arrojo de espíritu y tanto ‘savoir vivre’.

Pero de que traen un complejo de vacuidad y decadencia, lo traen. Y algunas de las reacciones al complejo son, por estridentes, especialmente divertidas. O patéticas, no se.
Pienso, como ejemplo, en un nuevo parque de diversiones, el Bivouac de Montereau, planeado para hacerle competencia a Eurodisney, y que quiere abrir sus puertas en el bicentenario de la Batalla de Montereau, en 2014. (Por mi parte, apuesto a que aunque Napoleón haya vencido a los austriacos hace 200 años, sus aduladores de hoy perderán la competencia con los estadunidenses: iría tres veces a Disneyworld antes que a lo que están anunciando… pero bueno, es que a mí las orejas de Mickey Mouse me parecen más auténticas).

Se trata de un parque de diversiones con tema de Napoleón Bonaparte. Habrá un ‘ride’ de la toma de la Bastilla (advierto que si permiten que uno se quite los pantalones para ser sans culotte, y participe en ejecución pública de algún Berlusconi, cambio mi voto por Disney a favor del ‘Bivouac’), y otros con motivos tales como la Batalla de Jena, etc. No sé si vaya a haber un entretenimiento con tema nostálgico de ‘Pepe Botella’ y la invasión de la península ibérica –creo que quieren atraer turistas de España–, así es que podría ser algo delicado, pero tampoco hay que subestimar la fuerza del olvido. Será, en todo caso, interesante ver cómo se ennoblece el público con las batallas de Trafalgar y de Waterloo. Como sea, los horrores de la guerra serán mitigados con el erotismo de las colonias: con la conquista de Egipto, por ejemplo, y los jardines exhuberantes de las Antillas Francesas (es en serio). El turista podrá deambular por el interior de las misteriosas pirámides, y visitar una plantación esclavista de Sainte Domingue, además de ver en cinemax 3-D los esplendores que fueron de Versailles. Podrá también (imagino) comprar alguna miniatura del obelisco, para exhibirla luego en la sala de su departamento del banlieu, junto al pierrot o a la figura estirada de un Quijote de Lladró.

Y todo esto se supone que va a ser no sólo un excelente negocio, sino que también va a aumentar el orgullo nacional, que anda por los suelos.

En una de esas. Pero lo que es a mí, más que un renacimiento de la grandeza de la Revolución Francesa y de Napoleón I, me sabe todo a un ‘revival’ de los teatros de Napoleón III (El Pequeño). En Francia, ya hasta la decadencia es tradicional.

Mientras no les dé por invadir Italia o México, no hay problema.

No hay comentarios:

Publicar un comentario