viernes, 17 de agosto de 2012

El futuro que vivimos.

El futuro en que vivimos
Sergio Ramírez
Según el experto australiano en medios de información Ross Dawson, los periódicos impresos en papel terminarán de extinguirse en Estados Unidos en el año 2017, en España en 2024, y en América Latina un poco más allá de 2040. Es decir, pasado mañana. Y ya tenemos pruebas evidentes de esta inminencia, pues hemos visto desaparecer a muchos grandes diarios, o pasar a publicarse solamente en ediciones electrónicas, como The Christian Science Monitor. Otros han entrado en crisis, como Le Monde y The New York Times, agobiados por las deudas, y han perdido miles de lectores que se han pasado a leer periódicos que nacieron ya en las pantallas, como el Huffington Post.
Que en América Latina los periódicos vayan a desaparecer por último, según estos augurios, sólo demuestra quizás que a mayor grado de atraso, mayores expectativas de vida para los medios impresos, aunque precarias de todas maneras, ya que en los países más pobres el acceso a las pantallas es menor, y por tanto mucho menos numeroso el acceso a la lectura electrónica; aunque sólo en el año el ámbito de Internet creció en la región 15 por ciento, aumento acelerado que podría acortar los plazos.
Más novedoso aún, hay blogspots que arrastran más lectores que muchos periódicos de los que se venden en los quioscos y los voceadores anuncian por la calle, como el de la bloguera cubana Yoani Sánchez, Generación Y, lo que demuestra que la difusión de la información, y de la opinión, ha entrado por cauces insospechados, creando de manera cada vez más extensa una saludable democracia de las palabras, que los estados autoritarios difícilmente pueden contener, aunque también exista la censura cibernética, como bien se ha probado en China.
Hay nuevas formas de leer que han entrado en nuestras vidas, y quienes nacimos y crecimos en la civilización de papel nos debatimos entre el asombro y la nostalgia. Cuánto no se habrán asombrado los monjes medievales que copiaban a mano los libros en los conventos cuando oyeron gritar la noticia de que alguien había inventado los tipos móviles y que los libros saldrían impresos de una máquina que los dejaría a ellos en su encierro, sentados en sus pupitres, relegados al olvido. Y pese a mí mismo, yo vivo ya en un nuevo mundo, que es un mundo doble, porque leo en papel, y leo en la pantalla.
En Minority report (Sentencia previa), la película de 2002 de Steven Spielberg basada en el cuento futurista de Philip K. Dick, estamos en el año 2054. En una de las escenas, los pasajeros que viajan en el metro, o en el autobús, lo que leen son periódicos electrónicos compuestos de hojas de material flexible del tamaño de un tabloide, donde las noticias, ilustradas con videos más que con fotografías, cambian a medida que se producen. El lector tiene entonces siempre en sus manos un periódico absolutamente actual, que no envejece nunca. Creo que a estas alturas no esperaremos al año 2054 para que estos periódicos estén en nuestras manos. Ya las tabletas son una versión primitiva de ellos.
He pensado más de una vez en esta escena: el último periódico impreso se ha dejado de publicar en alguna parte del mundo hace ya tiempo. El viejo papel ha desaparecido, su tersa textura, el ruido familiar que produce cuando pasamos las páginas, lo mismo que el olor de la tinta. La imagen de un ejemplar descuadernado que arrastra el viento por una calle solitaria. La página del periódico de ayer en que el carnicero envuelve el pedazo de hígado que Leopoldo Bloom, el héroe de la novela Ulises de Joyce, compra para desayunar.
Si ya no leeremos más los periódicos de papel, debemos entonces advertir que se trata también de un cambio en los conceptos filosóficos que tiene que ver con la materia misma, que se gasta, envejece y desaparece, o se recicla, y con el sentido que tiene la palabra copia, nuestra copia del diario. Lo que tendremos pronto en la mano será una tableta flexible en la que las noticias cambiarán frente a nuestros ojos, videos en lugar de fotos, y que apagaremos y doblaremos antes de meterla en el bolsillo. Las palabras ya no mancharán de tinta nuestras manos; simplemente volverán a la nada.
Pero frente a esta perspectiva, lo más inquietante no es la materia de que estarán hecha los periódicos, ni la forma en que las noticias llegarán a nosotros, sino cómo estará definido en términos éticos y de sustancia el universo de la información. Desde luego que cualquiera que sea el mundo en que vivamos, siempre dependeremos de la necesidad de saber lo que ocurre. Nadie ha previsto por el momento un mundo de seres solitarios, que no tengan que comunicarse entre sí.
McLuhan, en su ya clásica frase, preveía una sola aldea global. Hoy deberíamos hablar más bien de una red de aldeas interconectadas de manera instantánea, y simultánea, por los satélites que proveen todas las formas posibles de comunicación, para informarse, recrearse y divertirse, comprar y vender, realizar transacciones financieras, pagar las cuentas domésticas, leer novelas, escuchar música, ver cine, apostar en la bolsa de valores, jugar juegos de destrucción masiva.
Hoy en día los acontecimientos entran en los hogares al mismo tiempo en que se producen, a través de las cadenas de televisión y de los portales de Internet, de las tabletas y de los teléfonos celulares, y es posible, como nunca antes, conocer la misma noticia en todas partes del globo al mismo tiempo, para gentes de la misma o distintas culturas. Esto supondría una democratización global de las posibilidades de informarse; pero semejante democratización se convierte en un espejismo repetido si nos atenemos a los contenidos reales de las informaciones, cuya sustancia tiende a deteriorarse.
En la medida que la tecnología en las comunicaciones está de por medio, el concepto de pasado se evapora, y al mismo tiempo se acelera. Un hecho que es conocido de manera simultánea al momento de producirse, deja atrás el sentido tradicional de hecho pasado. Durante la época colonial, las noticias de que un rey había muerto en España, o había enloquecido, llegaban a América cuando todavía se celebraban las fiestas de su coronación. Ese es el sentido de pasado que hoy no existe.

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