sábado, 11 de agosto de 2012

La voz humana.

La voz humana
Vilma Fuentes
Escuchar la voz de Chavela Vargas que entra por las ventanas abiertas, al despertar en París, ¿no es acaso vivir un mundo raro? En un brevísimo extravío, me pregunto si estoy en México o en París. Acaso, contra las leyes de la física, las distancias, como el tiempo, son elásticas y obedecen más a los caprichos del azar que a una cuenta exacta de los metros y las horas.
La voz de Chavela no sólo me desplaza a México, también me devuelve a tiempos anteriores donde siguen vivos los desaparecidos. Aparece, sin necesidad de palabras mágicas, un edificio leproso situado en la calle de la Santa Veracruz. Desde su entrada, se oyen las voces que cantan una ranchera. Ríen, aunque las palabras entonadas hablen de desesperación. Acompañan a una cantante o, más bien, a un disco suyo. Sergio Magaña nos recibe, al poeta Ignacio Hernández, Nacho, y a mí, entre la humareda de cigarrillos.
El juego consiste en cambiar algunas palabras de la canción para hablar de amores carnales entonces aún reprobados y reír con esas desviaciones. Escuchan, sin hastío, la voz obsesionante de Chavela cuya presencia esperan, como si necesitaran su presencia cuando ahí estaban su voz y su espíritu.
Termino por arrancarme al sueño y enciendo el radio. Comprendo: Chavela ha muerto, no se trata de un vecino decidido a hacer la fiesta a las siete de la mañana. Podré escucharla cantar durante dos días en la radio francesa. Se recuerda su triunfo en el Olympia, sus provocaciones, sus gustos. Por fortuna, pasan algunos discos suyos. Vargas es una artista: un ser diferente, lo cual no es un destino envidiable. Si escapa a los 17 años del domicilio familiar, y de Costa Rica, es sin duda por esta razón. No se rebeló para ser otra: porque era distinta era rebelde, y quería conservar la libertad de serlo. ¿Cómo hubiese podido adivinar su futura adicción? ¿O decidir sus inclinaciones sexuales a una edad en que éstas son tan ambiguas y no se posee un sentido claro de ellas? Deseaba, y eso parece haber sido nítido en su mente, hacer lo que se le pegaba la gana. Ser libre, cantar. Pero tenía una voz y genio. Una de esas raras voces que trascienden. Genio, un pecado difícil de hacerse perdonar. Su libertad desarreglaba cualquier orden, todo el orden. Quizá por ello, se intentó reducirla a una figura folclórica, escandalosa, marginal. El alochol y el sexo servían de alibi.
Pero existía su voz. Un timbre que brotaba del espíritu de un pueblo y el pueblo reconoce. Una voz que, como las de Callas o Piaf, tocan algo profundo de la existencia y sacuden la vida de los hombres al arrojarles a la cara su enigma mismo. Qué importa que sean cantantes de calle o de ópera. Voces de escritores. Rulfo en Pedro Páramo o García Márquez en Cien años de soledad. Puede sentirse una emoción desconocida al leerlos aunque no se comprenda nunca su sentido, acaso por que se trata de un misterio que se abre un momento sólo para volver a cerrarse. Puede escucharse a Chavela, a Piaf, una ópera, sin hacer caso de la letra, la música habla de algo más, algo oscuro que yace en cada uno y no lo sabemos, que sus voces iluminan un instante. Óperas de Mozart o Verdi escuchadas sin comprender la lengua: la voz de una Callas toca algo misterioso que no importa no comprender: se le vive.
Cuando Chavela canta Paloma negra, su voz tiene un calor que envuelve en una lana tan caliente como la de su poncho. Su timbre, ronco, sombrío, marcado por una feminidad que no puede venir sino de lo profundo de sus entrañas, envuelve. Arrebata con el poderío de su voz suave. Luego, cuando asoman las lágrimas, un grito de rabia estalla con una violencia que petrifica. Semejante a la voz fatal de las sirenas, la suya seduce, embruja, ahoga. Y, cuando se pide el golpe de gracia, la voz da un alarido y lanza la más mortífera de sus flechas. Chavela ama hasta matar. Ella no oculta, cuando se la escucha, que la muerte le parece al menos tan bella como la vida que nos trasciende.

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