El Rolo y cómo rolarlo
Leonardo García Tsao
Locarno, 2 de agosto. Después
de los prolegómenos de ayer, que coincidieron con el día festivo de
Suiza, hoy fue el comienzo formal de las actividades del festival de
cine de Locarno y la película que abrió el concurso internacional fue la
mexicana Los mejores temas, quinto largometraje del prolífico
Nicolás Pereda, quien confirma ser el máximo exponente de eso que he
llamado minimalismo chamagoso (término no necesariamente despectivo, que
conste).
Según lo anuncia el título, de alguna manera la película es una
compilación de las mejores cualidades de Pereda –la deconstrucción del
relato lineal, el juego entre realidad y apariencia, un excéntrico
sentido del humor– con sus peores defectos, que se resumen en una
autocomplacencia sobre la voluntaria falta de rigor y coherencia en el
resultado final.En este caso el mayor acierto es de reparto. Por una vez se han juntado en el mismo filme a Gabino Diego, que ha sido como el Pedro Infante del cine minimalista, con su padre en la vida real, José Rodríguez López (Rolo para los cuates), quien en los años 70 y 80 fue como el Mantequilla del cine independiente mexicano. Eso da pie a curiosas reflexiones sobre la figura paterna en la estructura de la propia cinta y como referente a tantos padres ausentes en la familia mexicana. En un momento dado, una voz en off –que uno supone es el propio Pereda– pregunta a Gabino sobre su madre muerta (en la película el personaje tiene una madre, como de costumbre interpretada por Teresa Sánchez). La reacción de ambos actores es romper con la ficción y responder no como personajes, sino como ellos mismos.
Eso da pie a la ruptura menos afortunada de la película. De repente la figura del padre es interpretada por otro –el tío del realizador, según reveló éste en una posterior sesión de preguntas y respuestas–, a todas luces un parlanchín mitómano. Sin poseer la gracia y carisma de Rolo, Los mejores temas vuelve cansina la repetición de situaciones similares, pero en un ambiente en el que se reconoce la presencia del equipo de filmación, mientras la forma se vuelve cada vez más tosca hasta acabar en la penumbra. Aunque el descarrilamiento es intencional, no funciona dramáticamente.
Quien esto escribe no había asistido a Locarno desde hace unos 15 años. Y había olvidado lo bien organizado que es un festival que funciona –y aquí sí es inevitable el lugar común– como mecanismo de relojería suiza. La acción se mueve básicamente entre dos centros. Uno que tiene a la Piazza Grande como punto básico de referencia, cerca de la ciudad vieja, y el otro a las afueras, donde se localiza el auditorio FEVI (y otras salas). Un puntual autobús municipal hace un recorrido específico durante el festival para unir ambos puntos en cuestión de minutos. Asimismo, todos los sitios del festival están identificados con el distintivo diseño de la piel de leopardo, el animal mascota del festival, lo cual facilita la cosa al buscar un elemento unificador. Y la acreditación de prensa sirve para entrar a todas las funciones mientras haya asientos disponibles, sin regateos y sin tener que pedir entradas. No queremos hacer odiosas comparaciones, pero algunos festivales nacionales se beneficiarían mucho siguiendo el sentido práctico de Locarno.
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