domingo, 19 de agosto de 2012

Sin vino ni rosas/ cuento corto

Sin vino ni rosas
Bárbara Jacobs
Al caer la tarde frené con la luz roja y miré hacia mi derecha. Acuclillado en la banqueta de la parada de autobuses vi a un joven trabajador, con los brazos cruzados. Estaba absorto y boquiabierto en la contemplación de una empleada a su lado, joven como él, veinteañeros. De pie, de tacones, sin verlo a él, pero también boquiabierta, ella se untaba rimel en las pestañas. Lo hacía hábilmente. Entre los dedos de una mano sostenía, aparte de un pequeño espejo, el tubo de rimel, dispuesto para que el pequeño cepillo que ella maniobraba entre los dedos de la otra mano pudiera introducirse en él con facilidad y frecuencia para impregnarse de rimel.
Al terminar con las pestañas de uno de los ojos, la empleada cambiaba los instrumentos de mano para empezar con las pestañas del otro ojo. Para acciones como ésa, las mujeres somos igualmente hábiles con ambas manos. No es fácil. Por eso se entiende que la expresión de él pareciera de intriga aunque fascinada. No era para menos. La empleada lograba abstraerse en público y concentrarse en una actividad que la mayoría de las mujeres no imaginamos atender más que en privado o lo más en privado posible, por más que igualmente boquiabiertas.
Como era el final del día, imaginé que el trabajador regresaba a casa, quién sabe hasta qué distancia, quién sabe a qué casa, no sólo después de ocho horas de trabajo, sino después de haber madrugado todavía más horas atrás para caminar hasta poder tomar el primero de tantos transportes y tipos de transportes con tal de poder llegar a tiempo adonde fuera que trabajara.
Al salir del trabajo, antes de llegar a la parada y esperar el autobús, él daba la impresión de haber usado el servicio correspondiente para no volver a su vivienda sino bañado y peinado, entrada la noche. Adiviné el olor del jabón que le habrían vendido en el mostrador de los baños, y de la crema que se habría untado en el pelo, abundante, negro, ondulado. La ropa de él, de menor calidad que la de ella, lucía en perfecto estado, como si para trabajar la hubiera sustituido por un sobrerropa. Ella también estaba esmeradamente bien arreglada, y esto fue lo que me extrañó, pues resultaba incoherente con la untada de rimel en las pestañas. No podía estarse untando rimel al salir de la oficina en la que habría estado trabajando todo el día, tan bien vestida. Entonces, a diferencia del trabajador que estaba de salida esperando un autobús de regreso a casa, ella estaba de entrada, en espera del autobús que la dejara en el recinto de su empleo. Visto así, dejaba de ser incoherente la acción de la empleada en la situación en la que se encontraba.
Ella se estaba acabando de maquillar para empezar a trabajar. Su turno era vespertino. Y es amplio el panorama de trabajos con turnos de noche. Quizás eran éstas las consideraciones que intrigaban al trabajador, y no que la empleada se estuviera untando rimel en las pestañas, como si él no hubiera visto nunca a una mujer untándose rimel en las pestañas. ¿O la había visto?
Hace años, tras una cirugía, estuve hospitalizada por un periodo largo. Contaba de forma permanente con una enfermera de día y una de noche. Llegué a conocer bien a la de día, pero no a la de noche. La veía llegar, pero apenas me daba la pastilla para dormir y apagaba la luz, parecía ausentarse y yo dejaba de contar con ella. Si la llamaba, no atendía. Una de esas noches, logré incorporarme sola en la cama y, con esfuerzo, bajé de la alta cama para buscar a la enfermera.
Por una razón u otra, no encendí la luz. Parecía segura de que, si la enfermera estaba presente, de algún modo la percibiría aunque no la viera. Sentiría un bulto, oiría de cerca una respiración. Así que deteniéndome del perchero del que colgaba el frasco de suero, recorrí el cuarto a tientas en busca de la enfermera, sin resultado. Y, en lo que vacilaba entre salir al pasillo a pedir ayuda, o atreverme a buscarla en el baño, que era lo más distante del ámbito de mis primeros pasos, me caí y, conmigo, el perchero con el frasco de suero, que, al caer, no se lastimó pero hizo más ruido que yo.
El accidente provocó que las enfermeras del piso corrieran a ver qué había sucedido y coincidió con que se abriera la puerta del baño de mi cuarto y apareciera la enfermera de noche, con un tubo de rimel y un espejo en una mano y entre los dedos de la otra el cepillo con el que untarse las pestañas.

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